Palabra, dulce y triste persona pequeñita, dulce y triste querida vieja, yo te acaricio, anciano como tú, con la lengua marchita, y con vejez y amor aclamo nuestro vicio.
Palabra, me acompañas, me das la mano, eres maroma en la cintura cada vez que me hundo; cuando te llamo veo que vienes, que me quieres, que intentas construirme un mundo en este mundo.
Hormiguita, me sirvo de ti para vivir; sin ti, mi vida yo no sé lo que sería, algo como un sonido que no se puede oír o una caja de fósforos requemada y vacía.
Eres una cerilla para mí, como ésa que enciendo por la noche y con la luz que vierte alcanzo a ir a la cama viendo un poco, como ésa; sin ti, sería tan duro llegar hasta la muerte.
Pero te tengo, y cruzo contigo el dormitorio desde la puerta niña hasta la cama anciana; y, así, tiene algo de pálpito mi puro velatorio y mi noche algo tiene de tarde y de mañana.
Gracias sean para ti, gracias sean, mi hormiga, ahora que a la mitad de la alcoba va el río. Después, el mar; tú y yo ahogando la fatiga, alcanzando abrazados la fama del vacío.
Mientras desciende el sol, lento como la muerte, observas a menudo esa calle donde está la escalera que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota la mitad de su edad; fuma y se asoma