Hay seres cuya vida se asemeja a la de esa polvorienta bombilla del cuarto inhabitado de la casa: de vez en vez un fogonazo, un breve resurgir amarillo acordonado de fatiga y de nuevo el silencio y el olvido y lo oscuro.
Ella consume el tiempo entre arrumbados trastos y maletas deformes, cacharros cuarteados, abandono, pobreza; vierte de tarde en tarde su sonrisa pequeña y luego, igual que un objeto en las aguas, se hunde.
Hay seres cenicientos, que viven poco, como las bombillas de esos rincones, pacen el pasto macilento de la mala fortuna, se estremecen alguna vez , viven alguna vez, se apagan en seguida, a manera de decapitación, y se van desusando despacio entre un fraude apacible, lacónico, sombrío.
Miserables, consumen su lento almuerzo, su infinita cena y tras un fogonazo postrero se funden entre canas.
Mientras desciende el sol, lento como la muerte, observas a menudo esa calle donde está la escalera que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota la mitad de su edad; fuma y se asoma