A la muerte de Carlos Félix, de Félix Lope de Vega | Poema

    Poema en español
    A la muerte de Carlos Félix

    Éste de mis entrañas dulce fruto, 
    con vuestra bendición, ¡oh Rey Eterno!, 
    ofrezco humildemente a vuestras aras, 
    que si es de todos el mejor tributo 
    un puro corazón humilde y tierno 
    y el más precioso de las prendas caras, 
    no las aromas raras 
    entre olores fenicios 
    y licores sabeos, 
    os rinden mis deseos, 
    por menos olorosos sacrificios, 
    sino mi corazón, que Carlos era, 
    que en el que me quedó menos os diera. 

    Diréis, Señor, que en daros lo que es vuestro 
    ninguna cosa os doy, y que querría 
    hacer virtud necesidad tan fuerte, 
    y que no es lo que siento lo que muestro, 
    pues anima su cuerpo el alma mía 
    y se divide entre los dos la muerte. 
    Confieso que de suerte 
    vive a la suya asida, 
    que cuanto a la vil tierra 
    que el ser mortal encierra, 
    tuviera más contento de su vida; 
    mas cuanto al alma, ¿qué mayor consuelo 
    que lo que pierdo yo me gane el cielo? 

    Póstrese nuestra vil naturaleza 
    a vuestra voluntad, imperio sumo, 

    autor de nuestro límite, Dios santo; 
    no repugne jamás nuestra bajeza, 
    sueño de sombra, polvo, viento y humo, 
    a lo que vos queréis, que podéis tanto; 
    afréntese del llanto 
    injusto, aunque forzoso, 
    aquella inferior parte 
    que a la sangre reparte 
    materia de dolor tan lastimoso, 
    porque donde es inmensa la distancia, 
    como no hay proporción no hay repugnancia. 

    Quiera yo lo que vos, pues no es posible 
    no ser lo que queréis, que no queriendo, 
    saco mi daño a vuestra ofensa junto. 
    Justísimo sois vos; es imposible 
    dejar de ser error lo que pretendo, 
    pues es mi nada indivisible punto. 
    Si a los cielos pregunto, 
    vuestra circunferencia 
    inmensa, incircunscrita, 
    pues que sólo os limita 
    con margen de piedad vuestra clemencia, 
    ¡oh guarda de los hombres!, yo ¿qué puedo 
    adonde tiembla el serafín de miedo? 

    Amábaos yo, Señor, luego que abristes 
    mis ojos a la luz de conoceros, 
    y regalome el resplandor suave. 
    Carlos fue tierra, eclipse padecistes, 
    divino Sol, pues me quitaba el veros 
    opuesto como nube densa y grave. 
    Gobernaba la nave 
    de mi vida aquel viento 
    de vuestro auxilio santo 
    por el mar de mi llanto 
    al puerto del eterno salvamento, 

    y cosa indigna, navegando, fuera 
    que rémora tan vil me detuviera. 

    ¡Oh, cómo justo fue que os ofreciese 
    mi alma impedimentos para amaros, 
    pues ya por culpas propias me detengo! 
    ¡Oh, cómo justo fue que os ofreciese 
    este cordero yo para obligaros, 
    sin ser Abel, aunque envidiosos tengo! 
    Tanto, que a serlo vengo 
    yo mismo de mí mismo, 
    pues ocasión como ésta 
    en un alma dispuesta 
    la pudiera poner en el abismo 
    de la obediencia, que os agrada tanto 
    cuanto por loco amor ofende el llanto. 

    ¡Oh, quién como aquel padre de las gentes 
    el hijo sólo en sacrificio os diera 
    y los filos al cielo levantara! 
    No para que con alas diligentes 
    ministro celestial los detuviera 
    y el golpe al corderillo trasladara, 
    mas porque calentara 
    de rojo humor la peña, 
    y en vez de aquel cordero 
    por quien corrió el acero 
    y cuya sangre humedeció la leña, 
    muriera el ángel, y trocando estilo, 
    en mis entrañas comenzara el filo. 

    Y vos, dichoso niño, que en siete años 
    que tuvistes de vida, no tuvistes 
    con vuestro padre inobediencia alguna, 
    corred con vuestro ejemplo mis engaños, 
    serenad mis paternos ojos tristes, 
    pues ya sois sol donde pisáis la luna. 
    De la primera cuna 

    a la postrera cama 
    no distes sola un hora 
    de disgusto, y agora 
    parece que le dais, si así se llama 
    lo que es pena y dolor de parte nuestra, 
    pues no es la culpa, aunque es la causa vuestra. 

    Cuando tan santo os vi, cuando tan cuerdo, 
    conocí la vejez que os inclinaba 
    a los fríos umbrales de la muerte; 
    luego lloré lo que ahora gano y pierdo, 
    y luego dije: «Aquí la edad acaba, 
    porque nunca comienza desta suerte». 
    ¿Quién vio rigor tan fuerte, 
    y de razón ajeno, 
    temer por bueno y santo 
    lo que se amaba tanto? 
    Mas no os temiera yo por santo y bueno, 
    si no pensara el fin que prometía 
    quien sin el curso natural vivía. 

    Yo para vos los pajarillos nuevos, 
    diversos en el canto y las colores, 
    encerraba, gozoso de alegraros; 
    yo plantaba los fértiles renuevos 
    de los árboles verdes, yo las flores 
    en quien mejor pudiera contemplaros, 
    pues a los aires claros 
    del alba hermosa apenas 
    saliste, Carlos mío, 
    bañado de rocío, 
    cuando, marchitas las doradas venas, 
    el blanco lirio convertido en hielo 
    cayó en la tierra, aunque traspuesto al cielo. 

    ¡Oh qué divinos pájaros agora, 
    Carlos, gozáis, que con pintadas alas 
    discurren por los campos celestiales 

    en el jardín eterno, que atesora 
    por cuadros ricos de doradas salas 
    más hermosos jacintos orientales, 
    adonde a los mortales 
    ojos la luz excede! 
    ¡Dichoso yo que os veo 
    donde está mi deseo 
    y donde no tocó pesar ni puede, 
    que sólo con el bien de tal memoria 
    toda la pena me trocáis en gloria! 

    ¿Qué me importara a mí que os viera puesto 
    a la sombra de un príncipe en la tierra, 
    pues Dios maldice a quien en ellos fía, 
    ni aun ser el mismo príncipe, compuesto 
    de aquel metal del sol, del mundo guerra, 
    que tantas vidas consumir porfía? 
    La breve tiranía, 
    la mortal hermosura, 
    la ambición de los hombres, 
    con títulos y nombres 
    que la lisonja idolatrar procura, 
    al espirar la vida, ¿en qué se vuelven 
    si al fin en el principio se resuelven? 

    Hijo, pues, de mis ojos, en buen hora 
    vais a vivir con Dios eternamente 
    y a gozar de la patria soberana. 
    ¡Cuán lejos, Carlos venturoso, agora 
    de la impiedad de la ignorante gente 
    y los sucesos de la vida humana, 
    sin noche, sin mañana, 
    sin vejez siempre enferma, 
    que hasta el sueño fastidia, 
    sin que la fiera envidia 
    de la virtud a los umbrales duerma, 

    del tiempo triunfaréis, porque no alcanza 
    donde cierran la puerta a la esperanza! 

    La inteligencia que los orbes mueve 
    a la celeste máquina divina 
    dará mil tornos con su hermosa mano, 
    fuego el León, el Sagitario nieve, 
    y vos, mirando aquella esencia trina, 
    ni pasaréis invierno ni verano, 
    y desde el soberano 
    lugar que os ha cabido, 
    los bellísimos ojos, 
    paces de mis enojos, 
    humillaréis a vuestro patrio nido, 
    y si mi llanto vuestra luz divisa, 
    los dos claveles bañaréis en risa. 

    Yo os di la mejor patria que yo pude 
    para nacer, y agora en vuestra muerte 
    entre santos dichosa sepultura; 
    resta que vos roguéis a Dios que mude 
    mi sentimiento en gozo, de tal suerte, 
    que, a pesar de la sangre que procura 
    cubrir de noche escura 
    la luz desta memoria, 
    viváis vos en la mía, 
    que espero que algún día 
    la que me da dolor me dará gloria, 
    viendo al partir de aquesta tierra ajena, 
    que no quedáis adonde todo es pena.

    Lope de Vega fue uno de los más importantes poetas y dramaturgos del Siglo de Oro español y uno de los más prolíficos de la literatura universal. Cultivó todos los géneros literarios: desde las obras pastoriles La Arcadia y Los pastores de Belén, en las incluyó numerosos poemas, hasta la novela bizantina El peregrino en su patria, que incluye cuatro autos sacramentales, pasando por las novelas cortas de tipo italianizante La Filomena y La Circe. A la tradición de La Celestina, se adscribe La Dorotea, donde narra sus frustrados amores juveniles con Elena Osorio. Sin embargo, donde realmente vemos al Lope renovador es en el género dramático. Después de una larga experiencia escribiendo para la escena, compuso el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, donde expone sus teorías dramáticas. Sus obras más conocidas son las que tratan los problemas de abusos por parte de los nobles, situaciones frecuentes en el panorama político de la España del siglo XV. Entre ellas se encuentran: Fuente Ovejuna, El mejor alcalde, el rey, Peribáñez y el comendador de Ocaña y El caballero de Olmedo. De tema amoroso son La doncella Teodora, El perro del hortelano, El castigo del discreto, La hermosa fea y La moza de cántaro.