Tú no oprimas mis manos. Llegará el duradero tiempo de reposar con mucho polvo y sombra en los entretejidos dedos.
Y dirías: «No puedo amarla, porque ya se desgranaron como mieses sus dedos».
Tú no beses mi boca. Vendrá el instante lleno de luz menguada, en que estaré sin labios sobre un mojado suelo.
Y dirías: «La amé, pero no puedo amarla más, ahora que no aspira el olor de retamas de mi beso».
Y me angustiara oyéndote, y hablaras loco y ciego, que mi mano será sobre tu frente cuando rompan mis dedos, y bajará sobre tu cara llena de ansia mi aliento.
No me toques, por tanto. Mentiría al decir que te entrego mi amor en estos brazos extendidos, en mi boca, en mi cuello, y tú, al creer que lo bebiste todo, te engañarías como un niño ciego.
Porque mi amor no es sólo esta gavilla reacia y fatigada de mi cuerpo, que tiembla entera al roce del cilicio y que se me rezaga en todo vuelo.
Es lo que está en el beso, y no es el labio; lo que rompe la voz, y no es el pecho: ¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome el gajo de las carnes, volandero!
Yo canto lo que tú amabas, vida mía, por si te acercas y escuchas, vida mía, por si te acuerdas del mundo que viviste, al atardecer yo canto, sombra mía.
Caperucita Roja visitará a la abuela que en el poblado próximo sufre de extraño mal. Caperucita Roja, la de los rizos rubios, tiene el corazoncito tierno como un panal.
Padre Nuestro, que estás en los cielos, ¡por qué te has olvidado de mí! Te acordaste del fruto en febrero, al llagarse su pulpa rubí. ¡Llevo abierto también mi costado, y no quieres mirar hacia mí!