Andamos muy despacio, llueva o nieve,
en busca del lugar donde rezan los hombres.
Es tan llano el camino que no es fácil
seguirlo sin perderse.
Aprendimos de jóvenes
a resolver oscuros acertijos
y los tres conocemos
la antigua tradición del laberinto.
Somos los reyes magos de otros tiempos
y excepto la verdad sabemos todo.
Dimos vueltas y vueltas en torno a la montaña,
y perdimos la vista del bosque entre los árboles,
y para cada mal aprendimos un nombre
interminable. Honramos a los dioses dementes;
a las Furias llamábamos Euménides.
Los dioses de la fuerza les quitaron el velo
a la imaginación y a la filosofía.
La serpiente que tantas desdichas trajo al hombre
muerde su propia cola retorcida
y se llama a sí misma Eternidad.
Humildemente vamos... Bajo nieve y granizo...
Las voces apagadas y el farol encendido.
Tan sencilla es la senda que podríamos
perder la orientación.
El mundo está volviéndose blanquísimo y terrible,
y blanco y cegador el día que despunta.
Rodeados de luz andamos, deslumbrados
por algo que es tan grande que no puede mirarse
y tan simple que no puede decirse.
El niño que existía
antes de que los mundos comenzaran
(... Sólo necesitamos andar un poco más,
sólo necesitamos abrir la cerradura),
el niño que jugaba con la luna y el sol
juega ahora con el heno.
La morada en la cual los cielos se alimentan
—esa antigua y extraña morada que es la nuestra—
donde no se pronuncian palabras engañosas
y es la Misericordia sencilla como el pan
y tan duro el Honor como la piedra.
Vamos humildemente, humildes son los cielos,
y brilla intensamente la estrella, baja, enorme,
y descansa el pesebre tan cerca de nosotros
que habremos de viajar lejos para encontrarlo.
¡Escuchad! Se despierta como un león la risa,
resuena su rugido en la llanura
y el cielo entero grita y se estremece
porque Dios en persona ha nacido de nuevo,
y nosotros tan sólo somos niños pequeños
que bajo lluvia y nieve prosiguen su camino.