Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo
al muro arrojaba
la sombra del lecho
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día
y a su albor primero
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo
ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
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De la casa en hombros
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo
y de algunos cirios
el chisporroteo
tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
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De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo.
oscuro y estrecho.
abrió la piqueta
el nicho a un extremo:
allí la acostaron,
tapiáronle luego
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
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En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno:
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos!
. . . . . . . .
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
¡a dejar tan triste,
tan solos los muertos!
Gustavo Adolfo Bécquer, pseudónimo de Gustavo Claudio Domínguez Bastida, nació en Sevilla en 1836, e ingresó a los diez años en un colegio de huérfanos. Vivió más tarde con su madrina, donde empezó a leer a los autores realistas y románticos. En 1854 se instaló en Madrid. En 1857, sufrió una grave enfermedad. Posteriormente se dedicó al periodismo. Entre 1859 y 1861 escribe las primeras rimas y siete leyendas. En 1863 se recluye en el monasterio de Veruela, donde escribió Cartas desde mi celda. En 1868 Bécquer rompe con su esposa y se instala en Toledo. Reescribe las rimas. En 1870 muere su hermano Valeriano, el pintor, y tres meses más tarde él, en Madrid. Además de como poeta, donde revela una extrema sensibilidad, destaca como prosista, donde combina con maestría lo terrorífico y lo legendario.