Rima 73. Cerraron sus ojos, de Gustavo Adolfo Bécquer | Poema

    Poema en español
    Rima 73. Cerraron sus ojos

    Cerraron sus ojos 
    que aún tenía abiertos, 
    taparon su cara 
    con un blanco lienzo, 
    y unos sollozando, 
    otros en silencio, 
    de la triste alcoba 
    todos se salieron. 

    La luz que en un vaso 
    ardía en el suelo 
    al muro arrojaba 
    la sombra del lecho 
    y entre aquella sombra 
    veíase a intérvalos 
    dibujarse rígida 
    la forma del cuerpo. 

    Despertaba el día 
    y a su albor primero 
    con sus mil rüidos 
    despertaba el pueblo 
    ante aquel contraste 
    de vida y misterio, 
    de luz y tinieblas 
    yo pensé un momento: 

    ¡Dios mío, qué solos 
    se quedan los muertos! 

     

    --- 



    De la casa en hombros 
    lleváronla al templo, 
    y en una capilla 
    dejaron el féretro. 
    Allí rodearon 
    sus pálidos restos 
    de amarillas velas 
    y de paños negros. 

    Al dar de las Ánimas 
    el toque postrero, 
    acabó una vieja 
    sus últimos rezos, 
    cruzó la ancha nave, 
    las puertas gimieron, 
    y el santo recinto 
    quedóse desierto. 

    De un reloj se oía 
    compasado el péndulo 
    y de algunos cirios 
    el chisporroteo 
    tan medroso y triste, 
    tan oscuro y yerto 
    todo se encontraba 
    que pensé un momento: 

    ¡Dios mío, qué solos 
    se quedan los muertos! 

     

    --- 



    De la alta campana 
    la lengua de hierro 
    le dio volteando 
    su adiós lastimero. 
    El luto en las ropas, 
    amigos y deudos 
    cruzaron en fila 
    formando el cortejo. 

    Del último asilo. 
    oscuro y estrecho. 
    abrió la piqueta 
    el nicho a un extremo: 
    allí la acostaron, 
    tapiáronle luego 
    y con un saludo 
    despidióse el duelo. 

    La piqueta al hombro 
    el sepulturero, 
    cantando entre dientes, 
    se perdió a lo lejos. 
    La noche se entraba, 
    el sol se había puesto: 
    perdido en las sombras 
    yo pensé un momento: 

    ¡Dios mío, qué solos 
    se quedan los muertos! 

     

    --- 



    En las largas noches 
    del helado invierno, 
    cuando las maderas 
    crujir hace el viento 
    y azota los vidrios 
    el fuerte aguacero 
    de la pobre niña 
    a veces me acuerdo. 

    Allí cae la lluvia 
    con un son eterno: 
    allí la combate 
    el soplo del cierzo. 
    Del húmedo muro 
    tendida en el hueco, 
    ¡acaso de frío 
    se hielan sus huesos! 



    . . . . . . . . 



    ¿Vuelve el polvo al polvo? 
    ¿Vuela el alma al cielo? 
    ¿Todo es sin espíritu 
    podredumbre y cieno? 
    No sé; pero hay algo 
    que explicar no puedo, 
    algo que repugna 
    aunque es fuerza hacerlo, 
    ¡a dejar tan triste, 
    tan solos los muertos! 

    Gustavo Adolfo Bécquer, pseudónimo de Gustavo Claudio Domínguez Bastida, nació en Sevilla en 1836, e ingresó a los diez años en un colegio de huérfanos. Vivió más tarde con su madrina, donde empezó a leer a los autores realistas y románticos. En 1854 se instaló en Madrid. En 1857, sufrió una grave enfermedad. Posteriormente se dedicó al periodismo. Entre 1859 y 1861 escribe las primeras rimas y siete leyendas. En 1863 se recluye en el monasterio de Veruela, donde escribió Cartas desde mi celda. En 1868 Bécquer rompe con su esposa y se instala en Toledo. Reescribe las rimas. En 1870 muere su hermano Valeriano, el pintor, y tres meses más tarde él, en Madrid. Además de como poeta, donde revela una extrema sensibilidad, destaca como prosista, donde combina con maestría lo terrorífico y lo legendario.