Lo único que podría curarme o que al fin me sacara de este hospicio es subir a un auto de línea sport no muy confortable pero amplio que lo manejara un hombre pudiente potente y valeroso o sea temeroso de sí. Si él aceptara conducir hasta la ruta (odio el límite de la ciudad, ese bochorno de la pobreza salpicado por uno que otro
cardo o girasol), donde comienza la fila larga y azul del lino o los maizales, amarillos, si la antena de la radio funcionara yo podría quitarme este peso de encima podría mirar las cosas de forma diferente.
Sin que intervenga, sin presión de ningún tipo este hombre serio o sonriente me acariciaría suavemente la nuca de manera tal que mi pelo pajizo se convertiría en lacio mi nudo nervioso pasaría a relajarse, y podría mirarlo de frente, sonreírme yo también o al menos dibujar un nombre en la ventanilla sin problema, como si él no existiera. Entonces yo tomaría el volante y mientras él descansara (mirando fijamente la mano contraria) me pondría a cantar esas canciones de preguerra que tanto enloquecieron a la generación anterior. Sólo así podría dominar mi ira solamente así. Cuando el auto se haya alejado bastante y el calor sólo sea esa curiosidad por las mariposas estrellándose contra el motor, y el hombre a mi lado no se inmute ni se inmiscuya cuando la alegría sea lo único que me plazca.
Lo único que podría curarme o que al fin me sacara de este hospicio es subir a un auto de línea sport no muy confortable pero amplio que lo manejara un hombre pudiente potente y valeroso o sea temeroso de sí.