Nací en un tiempo triste y en un triste país donde las cosas bellas tenían nombres feos donde pecado era el nombre que daban al amor y donde tristes gentes hablaban de la guerra y se tocaban el sexo en las tinieblas y con prisas furtivas en la noche del sábado tras haber contraído matrimonio buscando patrimonio y remedio a la concupiscencia o a la sífilis.
Nací en un tiempo triste y en un triste país donde la gente iba vestida de negro casi siempre y llevaba bigotes cuadrados en el alma. Donde ya no servían los nombres de las cosas porque las cosas estaban prohibidas o eran obligatorias: levantar el brazo con la mano extendida para que los brazos no pudieran abrazar y las manos llegaran siempre tarde a la caricia.
Nací en un tiempo triste y en un triste país donde los niños se llamaban flechas o pelayos cuando eran ya mocitos y llevaban camisa azul y la cabeza rapada por la parte de dentro y por defuera: mitad monje y soldado les decían que tenían que ser cuando crecieran y hubieran de avanzar gallardamente por Dios hacia el Imperio o viceversa.
Nací en un tiempo triste y en un triste país donde las niñas se llamaban Begoña y aceptaban mansamente un futuro de monjas o matronas gordezuelas cuando la superiora colocaba duros sostenes sobre sus tetas tiernas y más duros aún sobre la parte más tierna del cerebro para que las ideas no desbordaran nunca el límite preciso de su destino de mujer: virgen o madre y si fuera posible las dos cosas.
Nací en un tiempo triste y en un triste país: abjuro para siempre jamás de aquella patria donde un millón de muertos velaban el cadáver de los supervivientes.
Nací en un tiempo triste y en un triste país donde las cosas bellas tenían nombres feos donde pecado era el nombre que daban al amor y donde tristes gentes hablaban de la guerra y se tocaban el sexo en las tinieblas y con prisas furtivas