La nostalgia del sol en los terrados, en el muro color paloma de cemento —sin embargo tan vívido— y el frío repentino que casi sobrecoge.
La dulzura, el calor de los labios a solas en medio de la calle familiar igual que un gran salón, donde acudieran multitudes lejanas como seres queridos.
Y sobre todo el vértigo del tiempo, el gran boquete abriéndose hacia dentro del alma mientras arriba sobrenadan promesas que desmayan, lo mismo que si espumas.
Es sin duda el momento de pensar que el hecho de estar vivo exige algo, acaso heroicidades —o basta, simplemente, alguna humilde cosa común
cuya corteza de materia terrestre tratar entre los dedos, con un poco de fe? Palabras, por ejemplo. Palabras de familia gastadas tibiamente.
Este despedazado anfiteatro, impío honor de los dioses, cuya afrenta publica el amarillo jaramago, ya reducido a trágico teatro, ¡oh fábula del tiempo! representa cuánta fue su grandeza y es su estrago. RODRIGO CARO
Nada hay tan dulce como una habitación para dos, cuando ya no nos queremos demasiado, fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo, y parejas dudosas y algún niño con ganglios,