En el castillo de Luna Tenéis al anciano preso. ... Cansadas ya las paredes de guardar tan largo tiempo a quien recibieron mozo y ya le ven cano y ciego Romancero de Bernardo del Carpio
Me digo que yo tenía sólo diez años entonces, que tú eras un hombre joven y empezabas a vivir. Y pienso en todo este tiempo, que ha sido mi vida entera, y en el poco que te queda para intentar ser feliz. Hoy te miran cano y viejo, ya con la muerte en el alma, las paredes de la casa donde esperó tu mujer tantas noches, tantos años, y vuelves hecho un destrozo, llenos de sombra los ojos que casi no pueden ver. En abril del treinta y nueve, cuando entraste, primavera embellecía la escena de nuestra guerra civil. Y era azul el cielo, claras las aguas, y se pudrían en las zanjas removidas los muertos de mil en mil. Ésta es la misma hermosura que entonces abandonabas: bajo las frescas acacias desfila la juventud, a cuerpo -chicos y chicas – con os libros bajo el brazo. Qué patético fracaso la belleza y la salud. Y los años en la cárcel, como un tajo dividiendo aquellos y estos momentos de buen sol primaveral, son un boquete en el alma que no puedes tapar nunca, una mina de amargura y espantosa irrealidad. Siete mil trescientos días uno por uno vividos con sus noches, confundidos en una sola visión, donde se juntan el hambre y el mal olor de las mantas y el frío en las madrugadas y el frío en el corazón. Ahora vuelve a la vida y a ser libre, si es que puedes; aunque es tarde y no te queden esperanzas por cumplir, siempre se obstina en ser dulce, en merecer ser vivida de alguna manera mínima la vida en nuestro país. Serás uno más, perdido, viviendo de algún trabajo deprimente y mal pagado, soñando en algo mejor que no llega. Quizá entonces comprendas que no estás solo, que nuestra España de todos se parece a una prisión.
De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, dejar atrás un sótano más negro que mi reputación -y ya es decir-, poner visillos blancos y tomar criada, renunciar a la vida de bohemio, si vienes luego tú, pelmazo,
Nada hay tan dulce como una habitación para dos, cuando ya no nos queremos demasiado, fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo, y parejas dudosas y algún niño con ganglios,
Este despedazado anfiteatro, impío honor de los dioses, cuya afrenta publica el amarillo jaramago, ya reducido a trágico teatro, ¡oh fábula del tiempo! representa cuánta fue su grandeza y es su estrago. RODRIGO CARO