Nada hay tan dulce como una habitación para dos, cuando ya no nos queremos demasiado, fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo, y parejas dudosas y algún niño con ganglios,
si no es esta ligera sensación de irrealidad. Algo como el verano en casa de mis padres, hace tiempo, como viajes en tren por la noche. Te llamo
para decir que no te digo nada que tú ya no conozcas, o si acaso para besarte vagamente los mismos labios.
Has dejado el balcón. Ha oscurecido el cuarto mientras que nos miramos tiernamente, incómodos de no sentir el peso de tres años.
Todo es igual, parece que no fue ayer. Y este sabor nostálgico, que los silencios ponen en la boca, posiblemente induce a equivocarnos
en nuestros sentimientos. Pero no sin alguna reserva, porque por debajo algo tira más fuerte y es (para decirlo quizá de un modo menos inexacto) difícil recordar que nos queremos, si no es con cierta imprecisión, y el sábado, que es hoy, queda tan cerca de ayer a última hora y de pasado
De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, dejar atrás un sótano más negro que mi reputación -y ya es decir-, poner visillos blancos y tomar criada, renunciar a la vida de bohemio, si vienes luego tú, pelmazo,
Nada hay tan dulce como una habitación para dos, cuando ya no nos queremos demasiado, fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo, y parejas dudosas y algún niño con ganglios,