Los amorosos, de Jaime Sabines | Poema

    Poema en español
    Los amorosos

    Los amorosos callan. 
    El amor es el silencio más fino, 
    el más tembloroso, el más insoportable. 
    Los amorosos buscan, 
    los amorosos son los que abandonan, 
    son los que cambian, los que olvidan. 

    Su corazón les dice que nunca han de encontrar, 
    no encuentran, buscan. 
    Los amorosos andan como locos 
    porque están solos, solos, solos, 
    entregándose, dándose a cada rato, 
    llorando porque no salvan al amor. 

    Les preocupa el amor. Los amorosos 
    viven al día, no pueden hacer más, no saben. 
    Siempre se están yendo, 
    siempre, hacia alguna parte. 
    Esperan, 
    no esperan nada, pero esperan. 

    Saben que nunca han de encontrar. 
    El amor es la prórroga perpetua, 
    siempre el paso siguiente, el otro, el otro. 
    Los amorosos son los insaciables, 
    los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos. 
    Los amorosos son la hidra del cuento. 

    Tienen serpientes en lugar de brazos. 
    Las venas del cuello se les hinchan 
    también como serpientes para asfixiarlos. 
    Los amorosos no pueden dormir 
    porque si se duermen se los comen los gusanos. 
    En la oscuridad abren los ojos 
    y les cae en ellos el espanto. 
    Encuentran alacranes bajo la sábana 
    y su cama flota como sobre un lago. 

    Los amorosos son locos, sólo locos, 
    sin Dios y sin diablo. 
    Los amorosos salen de sus cuevas 
    temblorosos, hambrientos, 
    a cazar fantasmas. 
    Se ríen de las gentes que lo saben todo, 
    de las que aman a perpetuidad, verídicamente, 
    de las que creen en el amor 
    como una lámpara de inagotable aceite. 

    Los amorosos juegan a coger el agua, 
    a tatuar el humo, a no irse. 
    Juegan el largo, el triste juego del amor. 
    Nadie ha de resignarse. 
    Dicen que nadie ha de resignarse. 
    Los amorosos se avergüenzan de toda conformación. 
    Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla, 
    la muerte les fermenta detrás de los ojos, 
    y ellos caminan, lloran hasta la madrugada 
    en que trenes y gallos se despiden dolorosamente. 

    Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, 
    a mujeres que duermen con la mano en el sexo, 
    complacidas, 
    a arroyos de agua tierna y a cocinas. 
    Los amorosos se ponen a cantar entre labios 
    una canción no aprendida, 
    y se van llorando, llorando, 
    la hermosa vida. 

    • Sitio de amor, lugar en que he vivido 
      de lejos, tú, ignorada, 
      amada que he callado, mirada que no he visto, 
      mentira que me dije y no he creído: 
      en esta hora en que los dos, sin ambos, 
      a llanto y odio y muerte nos quisimos, 

    • Un ropero, un espejo, una silla, 
      ninguna estrella, mi cuarto, una ventana, 
      la noche como siempre, y yo sin hambre, 
      con un chicle y un sueño, una esperanza. 
      Hay muchos hombres fuera, en todas partes, 
      y más allá la niebla, la mañana. 

    • Es la sombra del agua 
      y el eco de un suspiro, 
      rastro de una mirada, 
      memoria de una ausencia, 
      desnudo de mujer detrás de un vidrio. 

      Está encerrada, muerta -dedo 
      del corazón, ella es tu anillo-, 
      distante del misterio, 
      fácil como un niño. 

    • Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta. 

    • Uno no sabe nada de esas cosas 
      que los poetas, los ciegos, las rameras, 
      llaman «misterio», temen y lamentan. 
      Uno nació desnudo, sucio, 
      en la humedad directa, 
      y no bebió metáforas de leche, 
      y no vivió sino en la tierra 

    • Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, 
      pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. 
      Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta 
      con tus setenta años de virgen definitiva, 
      tendida sobre un catre, estúpidamente muerta.