Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia.
¡Qué risueño contacto el de tus ojos,
ligeros como palomas asustadas a la orilla del agua!
¡Qué rápido contacto el de tus ojos
con mi mirada!
¿Quién eres tú? ¡Qué importa!
A pesar de ti misma,
hay en tus ojos una breve palabra
enigmática.
No quiero saberla. Me gustas
mirándome de lado, escondida, asustada.
Así puedo pensar que huyes de algo,
de mí o de ti, de nada,
de esas tentaciones que dicen que persiguen a la mujer casada.