Entonces, en aquella ciudad o en la intuición primera, vaga, de su cuerpo, el pensamiento aún flotaba en bucólicos careos, en versos aprendidos sin historia y no era posible amar entre unas calles donde todo era sucio, carne sin brillo, cuando aún en el mar, la nube y las espigas sin historia y sin tiempo, vanos, estábamos durmiendo o ignorando esa gota de sangre que cuelga del amor -su blanco cuello herido-, ignorando la clase oscura en que nacimos, sin consciencia de naves hundidas, de rubios náufragos, condenados a vivir una historia perdida de explotación y soledad, de muerte enamorada, sin saberlo.
Y sin embargo, entre los autobuses, el gentío, en la dulce ignorancia, fue creciendo una luz que nos hizo sentir un crujido brillante después que allí, en la sórdida pensión donde siempre se asilan viajeros sin destino, gentes oscuras, en un lugar sin esperanza, dos cuerpos se sintieron indefensos sudando en el asombro de la primera felicidad.