El circo, de Jesús Hilario Tundidor | Poema

    Poema en español
    El circo

       I 


    Hoy, 
    acurrucado y triste, 
    único, solitario, 
    envilecido por la carne, amarga 
    la última residencia de mi corazón, 
    bajo la lona, bajo 
    el alto mundo de la estrella, 
    hundida el alma, rota 
    la hacedura de Dios, corvo, torcido 
    en el polvo estelar de la memoria, 
    hoy, 
    como un día cualquiera, 
    me he puesto a contemplar sin saber cómo 
    este río del circo de la vida. 



       II 


    Por de pronto la luz. 
    Hay que salvarla. Ved 
    que pueden descubrirnos 
    y entonces, nada, todo 
    sería preparado a nuestra altura 
    y ella, la elemental, 
    es una dádiva de amor y crea.. 
    Por de pronto la luz: 
    Qué bien los tigres 
    vivirían sin ella oteando la sangre 
    en el acecho desde la alta rama a la costumbre 
    antigua del puro, manso ciervo en el arroyo. 
    Los tigres, los feli- 
    ces de Dios, los elegantes 
    conjurados, la raya 
    indómita, la tierra en pie de fiera. 
    Pero, ahí, ¿qué rugido 
    educado, cuáles sombras 
    sin miedo, selva férrea? 
    ¿Escuchas? No es el combate, 
    el gamo presto, ¿nadie 
    te disputa la presa? 
    Tú podrías... 
    Alta la luna arrastra 
    selvas en celo, confiadas 
    hembras. 

    ¿Quién hijo, tigre, te ha lamido la sangre? 



       III 


    Siempre pensé que acaso 
    fuese la infancia lo primero, lo 
    elementariamente necesario. 
    Niños: nunca 
    os saquen las casillas. 
    Los circos sí, para los hombres tristes, 
    vosotros con mirar o con las tardes 
    de los domingos, todos 
    tenéis bastante, sobran 
    los papelillos de colores, rojo, 
    blanco, azul celeste, oro 
    falso, deshojado verde; y los platillos. 
    Celestial arco, amargo viento barre 
    la vida, soplan 
    aires contrarios. Nada 
    puede darnos consuelo. 



       IV 


    Oh júbilo, oh inocencia, 
    ¿esto es el hombre? Enano 
    bullidor mientras se cambian 
    los tinglados del cerco. Vedle 
    consolando, perdiéndose, 
    eunuco vil de masas, tan crecido 
    ahora con su engaño, 
    centro mentido... Bullen 
    los colores del odio, siembra 
    su falso pan de la alegría. 
    Sí, la inocencia en ese pelotón de mil colores 
    como en aquella copla de los pueblos: 
         'Ahora, al fin de la jornada, 
         cuando la tumba me espera, 
         he aprendido que la dicha 
         sólo existe en la inocencia. ' 

    Pero esto no es el fin ni es el principio. 
    Como la tumba, un acto más, un paso más 
    hacia ninguna dicha, aunque uno siempre 
    jamás esté seguro para nada. 
    Más alguien hay, miradlo: 
    diariamente afila 
    sus cuchillos. Y está aquí, con nosotros, 
    entre nuestra aventura, en ella misma 
    pero 
    ¿podríamos hacerlo, 
    debíamos jugarnos nuestro pulso? 



       V 


    Sólo el alambre: Algo 
    puede ocurrir al hombre, algo que nunca 
    en peso de balanza esté preciso. 
    Aunque ese ronco zumbo 
    de pegadiza música, ¿qué quiere? 
    ¿Otra vez miedo? 
    Ya es suficiente. Cumplen 
    las sombras, alma en vilo, dije 
    que no bastan figura y apariencia. 
    Siento 
    que me falla la voz, nadie asegura 
    nada, ¿apuesta alguien? 
    Sin embargo el hilo, aquel varal de acero, 
    es tan sencillo... 
    Un paso al aire, un corte, alguna breve 
    inclinación bastaba. 
    ¿Es que será tan sólo musiquilla? 
    ¿Es que no hay más? ¿Acaso 
    no merece la pena su peligro? 
    Por una vez estoy seguro: Todos 
    iríamos alegres a los cables, 
    desnudos, mansos, porque 
    a favor del silencio es el vacío. 



       VI 


    Hubo un tiempo... Naipes 
    y barajas, escamoteo, quién, 
    ¿quién asegura? Un sí es 
    no es nos llena, nos engaña y burla. 
    Nosotros lo sabemos, somos 
    engañados, asistimos 
    al juicio final de nuestra muerte 
    que está asentada en esta carne, vive 
    con nuestras venas, oye 
    nuestra respiración, gusta su triunfo 
    anticipadamente conocido, 
    hasta que un tiempo, en una hora, un día 
    alza feliz su poderío y mata. 
    Luego un conejo, un gallo, bolas, bolas 
    que él, en nuestro engaño, 
    hace en la gracia de sus dedos ágiles. 



       VII 


    Ciega la luz, hiere la luz, avisa 
    que hay selva. Nuevamente 
    selva. Planta enorme, 
    si polvo y pastizal, amplios senderos 
    de manada, el coso 
    treme, oh elefante. 
    ¿Quién más sujeto, quién 
    más seguro en tierra? 
    Nada si no el tan-tán hubiese 
    como un aviso hundido la penumbra: 
    lianas, árboles tropicales, plantas 
    carnívoras, insectos 
    múltiples, todo 
    el perenne forraje, el eterno 
    palpitar vegetal se alza, enorme, 
    como un peso que se desborda en sangre. 

    Un lejano temblor de angustia herida, 
    un hálito, una vaga penumbra 
    de pasto en plenilunio: Hay 
    Dios. Omnipotente, vengativo, solo: 
    el humano deseo, y sin embargo 
    tremendamente temeroso; 
    y ahí, ante el pesado bloque 
    casi acuñado, mineral, amorfo, 
    ante la bestia, ¿quién es el dios que ruge, 
    ¡asombro!, en las tormentas? 
    Música de oropel llena los ámbitos. 
    Después, sin ruido, inerte 
    casi, la paz. 



       VIII 


    ...Y la mentira. El circo 
    es clown, sonrisa pálida, 
    vieja nostalgia y clarinete amargo. 
    Como el amor: Mentira, 
    verdad que nadie sabe hasta qué punto 
    puede ser disfrazada. 
    He aquí el payaso: El hombre, 
    carátula triste, son 
    de viejo instrumento. Si desnudo 
    apareciera, cómo 
    poner su hombría a traza de nostalgia... 
    Nadie lo sabe. Todos 
    reímos, todos 
    de nuestra propia carne revestida, 
    de nuestro pobre cuerpo puesto a venta. 
    Somos así: tan nobles 
    para vender, comprar nuestra agonía. 
    De vez en cuando, a veces 
    una desolación pertinaz, honda, 
    baja, mansa y segura, 
    hacia el lugar del corazón de donde 
    tomó su vida y su experiencia amarga. 
    Es la alegría, en tránsito 
    siempre de pena oscura y largo cauce, 
    la gran cordialidad que nos aprieta. 



       IX 


    Quién es, decidme: 
    ¿dónde se oculta aquél, el que dirige 
    esta música horrible de charanga? 
    Música sin concierto 
    ruidosa y simple, grave, 
    casi feliz de agilidad nerviosa. 
    Alguien 
    debe de acompasarla, alguien que nunca 
    se podría mostrar. Sería inútil. 
    A su pesar todo este largo río 
    transcurre en el amparo 
    de su horrible armonía. 
    Ella, la anunciadora, hace danzar y cuando 
    por un instante da cabida al 
    silenciouna antigua tristeza, dolorosa y tenaz, 
    nos inunda tranquila los contornos del alma. 



    y X 



    Y así pasa la noche, 
    el tiempo, el agua de la muerte, el agua 
    de la vida, el circo amigo. 
    Y hay una dulce dejadez de amor 
    que nos empaña. 
    Afuera 
    las estrellas y el campo duermen, solos, 
    sin luz, sin Dios, sin claridad o ruido. 
    Todo 
    estaba conjurado. 
    Nadie 
    sabía que al entrar 
    se le daría un puesto, una ribera 
    donde el agua y el ser se marchitaran. 
    Y pasa así la troupe 
    como si ajenos, desentendidos, tristes 
    contempladores fuésemos nosotros. 
    Vienen sombras, carátulas, 
    figuras de oro falso y papel viejo, 
    barras, trapecios, trampolines, pistas, 
    la dulce musiquilla del rugido 
    del hombre... Todo 
    para un último fin que nadie sabe. 
    Alegres, sonoros 
    en la fraternidad, 
    cobrada la moneda, 
    divertidos 
    de tanto amor y engaño, 
    en masa, en bando, en emoción 
    única y sencilla, damos 
    humildemente 
    desconocidos, 
    cuando el gallo nos llama, 
    término al contemplar, y cesa el circo. 

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