A una estrella, de José de Espronceda | Poema

    Poema en español
    A una estrella

    ¿Quién eres tú, lucero misterioso, 
    Tímido y triste entro luceros mil, 
    que cuando miro tu esplendor dudoso, 
    turbado siento el corazón latir? 
    ¿Es acaso tu luz recuerdo triste 
    de otro antiguo perdido resplandor, 
    cuando engañado como yo creíste 
    eterna tu ventura que pasó? 
    Tal vez con sueños de oro la esperanza 
    acarició tu pura juventud, 
    y gloria y paz y amor y venturanza 
    vertió en el mundo tu primera luz. 
    Y al primer triunfo del amor primero 
    que embalsamó en aromas el Edén, 
    luciste acaso, mágico lucero, 
    protector del misterio y del placer. 
    Y era tu luz voluptüosa y tierna 
    la que entre flores resbalando allí 
    inspiraba en el alma un ansia eterna 
    de amor perpetuo y de placer sin fin. 
    Mas ¡ay! que luego el bien y la alegría 
    en llanto y desventura se trocó: 
    tu esplendor empañó niebla sombría; 
    solo un recuerdo al corazón quedó. 
    Y ahora melancólico me miras 
    y tu rayo es un dardo del pesar 
    si amor aun al corazón inspiras, 
    es un amor sin esperanza ya. 

    ¡Ay lucero! yo te vi 
    resplandecer en mi frente, 
    cuando palpitar sentí 
    mi corazón dulcemente 
    con amante frenesí. 

    Tu faz entonces lucía 
    con más brillante fulgor, 
    mientras yo me prometía 
    que jamás se apagaría 
    para mí tu resplandor. 

    ¿Quién aquel brillo radiante 
    ¡oh lucero! te robó, 
    que oscureció tu semblante, 
    y a mi pecho arrebató 
    la dicha en aquel instante? 

    ¿O acaso tú siempre así 
    brillaste y en mi ilusión 
    yo aquel esplendor te di 
    que amaba mi corazón, 
    lucero, cuando te vi? 

    Una mujer adoré 
    que imaginaría yo un cielo; 
    mi gloria en ella cifré, 
    y de un luminoso velo 
    en mi ilusión la adorné. 

    Y tú fuiste la aureola 
    que iluminaba su frente, 
    cual los aires arrebola 
    el fúlgido sol naciente, 
    y el puro azul tornasola. 

    Y astro de dicha y amores, 
    se deslizaba mi vida 
    a la luz de tus fulgores, 
    por fácil senda florida, 
    bajo un cielo de colores. 

    Tantas dulces alegrías, 
    tantos mágicos ensueños 
    ¿dónde fueron? 
    Tan alegres fantasías, 
    deleites tan halagüeños, 
    ¿qué se hicieron? 

    Huyeron con mi ilusión 
    para nunca más tornar, 
    y pasaron, 
    y solo en mi corazón 
    recuerdos, llanto y pesar 
    ¡ay! dejaron. 

    ¡Ah lucero! tú perdiste 
    también tu puro fulgor, 
    y lloraste; 
    también como yo sufriste, 
    y el crudo arpón del dolor 
    ¡ay! probaste. 

    ¡Infeliz! ¿por qué volví 
    de mis sueños de ventura 
    para hallar 
    luto y tinieblas en ti, 
    y lágrimas de amargura 
    que enjugar? 

    Pero tú conmigo lloras, 
    que eres el ángel caído 
    del dolor, 
    y piedad llorando imploras, 
    y recuerdas tu perdido 
    resplandor. 

    Lucero, si mi quebranto 
    oyes, y sufres cual yo, 
    ¡ay! juntemos 
    nuestras quejas, nuestro llanto: 
    pues nuestra gloria pasó, 
    juntos lloremos. 

    Mas hoy miro tu luz casi apagada, 
    y un vago padecer mi pecho siente: 
    que está mi alma de sufrir cansada, 
    seca ya de las lágrimas la fuente. 

    ¡Quién sabe!... tú recobrarás acaso 
    otra vez tu pasado resplandor, 
    a ti tal vez te anunciará tu ocaso 
    un oriente más puro que el del sol. 

    A mí tan sólo penas y amargura 
    me quedan en el valle de la vida; 
    como un sueño pasó mi infancia pura, 
    se agosta ya mi juventud florida. 

    Astro sé tú de candidez y amores 
    para el que luz te preste en su ilusión, 
    y ornado el porvenir de blancas flores, 
    sienta latir de amor su corazón. 

    Yo indiferente sigo mi camino 
    a merced de los vientos y la mar, 
    y entregado, en los brazos del destino, 
    ni me importa salvarme o zozobrar.