El abrazo, de José Lezama Lima | Poema

    Poema en español
    El abrazo

    Los dos cuerpos 
    avanzan, después de romper el espejo 
    intermedio, cada cuerpo reproduce 
    el que está enfrente, comenzando 
    a sudar como los espejos. 
    Saben que hay un momento 
    en que los pellizcará una sombra 
    algo como el rocío, indetenible como el humo. 
    La respiración desconocida 
    de lo otro, del cielo que se inclina 
    y parpadea, se rompe 
    muy despacio esa cáscara de huevo. 

    La mano puesta en el hombro de la mujer. 
    Nace en ellos otro temblor, 
    el invisible, el intocable, el que está ahí, 
    grande como la casa, que es otro cuerpo 
    que contiene y luego se precipita 
    en un río invisible, intocable. 
    Las piernas tiemblan, afanosas de llegar 
    a la tierra descifrada, 
    están ahora en el cuerpo sellado. 
    Comienza apoyándose enteramente, 
    un cuerpo oscuro que penetra 
    en la otra luz 
    que se va volviendo oscura 
    y que es ella ahora la que comienza 
    a penetrar. 
    Lo oscuro húmedo que desciende 
    en nuestro cuerpo. 
    Tiemblan como la llama 
    rodeada de un oscilante cuerpo oscuro. 
    La penetración en lo oscuro, 
    pero el punto de apoyo es ligeramente incandescente, 
    después luminoso 
    como los ojos acabados de nacer, 
    cuando comienzan su victoriosa aprobación. 

    La mano no está ya en el otro hombro. 
    Se establece otro puente 
    que respaldan los cuerpos penetrantes. 
    Ya los dos cuerpos desaparecen, 
    es la gran nebulosa oscura 
    que apuntala su aspa de molino. 
    Los dos cuerpos giran 
    en la rueda de volantes chispas. 
    Como después de una lenta y larga nadada, 
    reaparecen los cabellos llenos de tritones. 
    Miramos hacia atrás separando el oleaje 
    Y aparece el desierto con alfombras y dátiles. 

    Los dos cuerpos desparecen 
    en un punto que abre su boca. 
    Lo húmedo, lo blando, 
    la esponja infinitamente extensiva, 
    responden en la puerta, 
    abrillantada con ungüentos 
    de potros matinales 
    y luces de faisanes con los ojos apenas recordados. 

    El dolmen que regala los dones 
    en la puerta aceitada, 
    suena silenciosamente su madera vieja. 
    Los dos cuerpos desaparecen 
    y se unen en el borde de una nube. 
    La manta, la lechuza marina, 
    seca el sudor estrellado 
    que los cuerpos exhalan en la crucifixión. 
    El árbol y el falo 
    no conocen la resurrección, 
    nacen y decrecen con la media luna 
    y el incendio del azufre solar. 
    Los dos cuerpos ceñidos, 
    el rabo del canguro 
    y la serpiente marina, 
    se enredan y crujen en el casquete boreal. 

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