Hay una raza vil de hombres tenaces
de sí propios inflados, y hechos todos,
todos del pelo al pie, de garra y diente;
y hay otros, como flor, que al viento exhalan
en el amor del hombre su perfume.
Como en el bosque hay tórtolas y fieras
y plantas insectívoras y pura
sensitiva y clavel en los jardines.
De alma de hombres los unos se alimentan:
los otros su alma dan a que se nutran
y perfumen su diente los glotones,
tal como el hierro frío en las entrañas
de la virgen que mata se calienta.
A un banquete se sientan los tiranos,
pero cuando la mano ensangrentada
hunden en el manjar, del mártir muerto
surge una luz que les aterra, flores
grandes como una cruz súbito surgen
y huyen, rojo el hocico, y pavoridos
a sus negras entrañas los tiranos.
Los que se aman a sí, los que la augusta
razón a su avaricia y gula ponen:
los que no ostentan en la frente honrada
ese cinto de luz que en el yugo funde
como el inmenso sol en ascuas quiebra
los astros que a su seno se abalanzan:
los que no llevan del decoro humano
ornado el sano pecho: los menores
y los segundones de la vida, sólo
a su goce ruin y medro atentos
y no al concierto universal.
Danzas, comidas, músicas, harenes,
jamás la aprobación de un hombre honrado.
Y si acaso sin sangre hacerse puede,
hágase... clávalos, clávalos
en el horcón más alto del camino
por la mitad de la villana frente.
A la grandiosa humanidad traidores,
como implacable obrero
que un féretro de bronce clavetea,
los que contigo
se parten la nación a dentelladas.