En la encañada había piedras como huesos de un animal prehistórico que se desbarató antes de alcanzar nuestro valle.
Un gran cráneo quedó detenido en la pendiente con la boca abierta y el resto del cuerpo se dispersó hacia el río.
Yo trepaba la pendiente y me detenía frente a esa boca, una oquedad donde el viento se huracanaba, y escuchaba murmullos, palabras que se formaban a medias y luego, sin decir nada, se diluían.
Nunca hubo una frase clara. La boca como un oráculo piadoso trababa sus propias frases ante el niño: lo sé ahora y le agradezco la vida ciega.