Los cascabeles de oro, de Juan Eugenio Hartzenbusch | Poema

    Poema en español
    Los cascabeles de oro

    Blanca, rubia, lindísima, salada, 
    risueña, bien hablada 
    y en mil habilidades eminente 
    para su corta edad, tal era Rosa; 
    mas ¡ay! Enteramente 
    sus raras prendas olvidar hacía 
    una falta notable que tenía. 
    Rosita, la discreta, la donosa, 
    dio en la maña fatal de ser curiosa. 
    En acechar pasaba todo el día: 
    todito, mal o bien, lo averiguaba, 
    y en seguida a parientes y lejanos 
    todo con adiciones lo contaba: 
    curiosidad y chisme son hermanos. 
    Y si alguno lo duda, gente seria 
    le enseñará, tratando la materia 
    con grande copia de razones altas, 
    que rarísima vez existe sola 
    una de aquellas faltas. 
    Atisbar y contar, allá en el juicio 
    de muchos y doctísimos varones, 
    son como en el reptil cabeza y cola: 
    son dos partes de un cuerpo, dos acciones 
    unidas con recíproco ejercicio: 
    dos formas de pecar que tiene un vicio. 
    -Basta de digresión, que va larguita. 
    Sigamos con la historia de Rosita. 
    Era bien infeliz: a cada paso 
    llenaban a su madre las orejas 
    de avisos y de quejas 
    diferentes personas 
    dignas de hacer de su dictamen caso; 
    y Rosa castigada, 
    sin tregua ni descanso padecía 
    dolorosos ayunos y encerronas, 
    y siempre se veía 
    de toda suerte de placer privada, 
    raramente vestida y mal peinada. 
    Doña Tomasa, su mamá, se dijo: 
    Veré, con un ardid, si la corrijo. 
    No se trate ya más de penitencia. 
    Tomó la diligencia, 
    y marchóse a vivir en un cortijo. 
    Como por incidencia, 
    vino allí de la corte 
    el médico ordinario de la casa. 
    Encerróse con él doña Tomasa, 
    y atando por adentro el picaporte 
    por no tener la cerradura llave, 
    fingieron ventilar negocio grave. 
    Rosita, con aquellos aparatos, 
    ya se supone que se puso alerta: 
    quitóse los zapatos, 
    y alzados los talones, 
    pasito a paso fue como un pilluelo, 
    y atisbó por debajo de la puerta. 
    Echada la curiosa por el suelo, 
    besando los ladrillos, 
    oyó decir a su mamá: Razones, 
    indulgencia, rigor, todo se aplica; 
    pero nada me vale con la chica. 
    Hay otros defectillos 
    que se pueden sufrir; pero éste, creo 
    que si no es el más feo, 
    es el que excita más la antipatía: 
    nadie quiere vivir con una espía. 
    -Vamos, señora, vamos 
    (contestaba el doctor), compadezcamos 
    a tales infelices, 
    pues nace el ser curioso 
    de un órgano facial defectuoso. 
    -¡Calle! ¿Qué órgano es ése? -Las narices. 
    Persona con nariz de poco peso 
    tiene que ser curiosa con exceso. 
    La curación del mal está en la mano. 
    ¿Es un sujeto de nariz liviano? 
    Bueno: inmediatamente 
    se le hace un añadido suficiente 
    de cualquiera metal, y agur, amigo: 
    en menos que lo digo, 
    la persona más terca, la más zafia, 
    se olvida de espionaje y chismografía. 
    -¿Está seguro usted? -Y tan seguro 
    que más no puede ser: la señorita 
    corre ya por mi cuenta. ¡Pobrecita! 
    Usted la castigaba; yo la curo... 
    Y sacará una moda muy bonita, 
    que a costa de un pequeño sacrificio, 
    les hará mucho bien a varias gentes. 
    -Y ¿cuál es esa moda, Don Patricio? 
    -La de llevar en la nariz pendientes. 
    Voy a Madrid: me labrará un platero 
    dos arillitos de oro con esmero, 
    y haré que les agregue por colgantes 
    un par de cascabeles elegantes, 
    cuidando que les ponga la bolita 
    del peso que la niña necesita. 
    Romper en la nariz los agujeros 
    es obra de poquísimos instantes: 
    durante los primeros 
    duele, pero poquito, casi nada. 
    Es mortificación por conveniencia; 
    y Rosa, como niña bien criada, 
    recibirá la aguja con paciencia. 
    En estando aviada 
    con sus bonitos cascabeles de oro, 
    le juro a usted por Avicena el moro 
    que no ha de haber por la muchacha riña. 
    -Corriente: cascabeles a la niña. 
    Rosita sin estruendo, 
    pero con miedo atroz, se fue corriendo. 
    -Es verdad (exclamó), verdad y mucha, 
    que siempre oye su daño quien escucha. 
    ¡Vaya que los doctores son crueles! 
    ¡A mí querer abrirme 
    a hierro la nariz! ¡Yo cascabeles! 
    Las pinchaduras dolerán de firme; 
    y luego, para alivio de trabajos, 
    ¿qué papel haré yo con dos colgajos 
    que nadie gastará? ¿Quién se acomoda 
    con tan extraña, tan horrible moda? 
    ¿Qué moda? Si eso iguala 
    a un letrero que diga: Yo soy mala. 
    Y si voy a Madrid... ¡Virgen del Carmen! 
    Conmoverá la población entera 
    el alboroto que armen 
    los cascabeles de Rosita Vera. 
    Por no estrenar el afrentoso dije, 
    pesado a la nariz, molesto al labio, 
    me corrijo. -En efecto, se corrige, 
    y tan completamente, 
    que al regresar el naricista sabio 
    trayendo el salutífero presente, 
    le dijo la mamá, de gozo llena: 
    Estamos por acá de enhorabuena. 
    La nariz de Rosita, no sé cómo, 
    era de pluma, y se volvió de plomo. 
    Ya no atisba jamás ni picotea, 
    y está, gracias a Dios, desconocida. 
    Por eso convendrá que suspendamos 
    la operación aquella consabida; 
    pero si hay recaída, 
    y otra vez repitiere sus deslices, 
    entonces le plantamos 
    cascabelitos de oro en las narices. 

    Cascabeles, cencerros, esquilones 
    de buque bien capaz y brocal ancho 
    llevar a la garganta debería 
    la turba de curiosos embrollones, 
    traperos de perdidas expresiones, 
    que lo revuelven todo con su gancho. 
    Con el ruido el soplón se anunciaría; 
    y al llegar a un corrillo, alguien diría: 
    Quédese aquí la plática pendiente, 
    porque el buen perillán que nos acecha, 
    lo parla todo, y al contarlo, miente. 
    Oye lo que le llega buenamente, 
    y añade lo demás de su cosecha.

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