Estoy triste, y mis ojos no lloran y no quiero los besos de nadie; mi mirada serena se pierde en el fondo callado del parque.
¿Para qué he de soñar en amores si está oscura y lluviosa la tarde y no vienen suspiros ni aromas en las rondas tranquilas del aire?
Han sonado las horas dormidas; está solo el inmenso paisaje; ya se han ido los lentos rebaños; flota el humo en los pobres hogares.
Al cerrar mi ventana a la sombra, una estrena brilló en los cristales; estoy triste, mis ojos no lloran, ¡ya no quiero los besos de nadie!
Soñaré con mi infancia: es la hora de los niños dormidos; mi madre me mecía en su tibio regazo, al amor de sus ojos radiantes;
y al vibrar la amorosa campana de la ermita perdida en el valle, se entreabrían mis ojos rendidos al misterio sin luz de la tarde...
Es la esquila; ha sonado. La esquila ha sonado en la paz de los aires; sus cadencias dan llanto a estos ojos que no quieren los besos de nadie.
¡Que mis lágrimas corran! Ya hay flores, ya hay fragancias y cantos; si alguien ha soñado en mis besos, que venga de su plácido ensueño a besarme.
Y mis lágrimas corren... No vienen... ¿Quién irá por el triste paisaje? Sólo suena en el largo silencio la campana que tocan los ángeles.
Juan Ramón Jiménez (1881-1958) es un autor esencial para la poesía en lengua española. Sus propuestas estéticas marcan una línea divisoria entre el Romanticismo de Espronceda y Bécquer, bajo cuya influencia escribe sus primeros versos, y el Modernismo y las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. Deslumbran en su poesía el rico caudal de sus luminosas imágenes y la profundidad conceptual y simbólica de sus versos. El exilio en América durante las décadas de los cuarenta y cincuenta enriquece su poesía, la cual adquiere una dimensión cósmica y mística sin precedentes en la tradición española. No en vano fue Premio Nobel de Literatura en 1956 por el conjunto de su obra.
El amor, a qué huele? Parece, cuando se ama, que el mundo entero tiene rumor de primavera. Las hojas secas tornan y las ramas con nieve, y él sigue ardiente y joven, oliendo a rosa eterna.
«En fondo de aire» (dije) «estoy», (dije) «soy animal de fondo de aire» (sobre tierra), ahora sobre mar; pasado, como el aire, por un sol que es carbón allá arriba, mi fuera, y me ilumina con su carbón el ámbito segundo destinado.
Los brazos de los doce olmos desnudos, mis olmos, mis amigos naturales, me abrazan negros, blancos. Nieva. ¡Y qué abrazo de bosque el de estos doce olmos, en este olmo primero, junto a mí!
Abril venía, lleno todo de flores amarillas: amarillo el arroyo, amarillo el vallado, la colina, el cementerio de los niños, el huerto aquel donde el amor vivía.