Avidez que descubro en mis pupilas como fiera encerrada por un íntimo azar. Atracción de aquel fuego, el espejismo despliega sus arenas ante el mar del verano, ante el vuelo de pájaros que anuncian el diálogo furtivo de dos cuerpos.
Reino de la lascivia bajo palmas umbrosas, ardiente brisa, música plena de los sentidos empozada en el alma, respirada con fruición por mis cinco salteadores dementes. Cuántas luces se abrieron. Cuánto terso oleaje en labios y caderas fugitivas.
Emergí de la espuma como un sol solitario. Crucé dunas, oasis, olí sábanas tensas, desperté los racimos más prietos y turgentes, sentí las certidumbres que abrían estos dedos. Allí la danza, abismo de dulzura, y su vibrante vientre de atabal, bebiéndose en desorden mi futuro bajo el aire de un vértigo de estrellas.
Fui tirano y esclavo del gozo y el dolor, de la dura nostalgia de los besos, de la fugacidad depredadora de cuanto vive y ama consumándose. Desgarrado, escuché el pavor del capricho, la impiedad que me niega o aquella en que amanezco.
Morí con convicción en tantas ocasiones para resucitar con un vigor fragante, y luego y luego y luego, después de tantos años, sueño ante el mar rebelde del estío, sueño en la juventud de un erguido deseo y atiendo a la marea de las horas viniendo y alejándose hacia el último páramo, allá donde se apaga la sangre irrefrenable.
Avidez que descubro en mis pupilas como fiera encerrada por un íntimo azar. Atracción de aquel fuego, el espejismo despliega sus arenas ante el mar del verano, ante el vuelo de pájaros que anuncian el diálogo furtivo de dos cuerpos.