Bajo la calma del sueño, calma lunar, de luminosa seda, la noche como si fuera el blando cuerpo del silencio, dulcemente en la inmensidad se acuesta. Y desata su cabellera en prodigioso follaje de alamedas.
Nada vive sino el ojo del reloj en la torre tétrica, profundizando inútilmente el infinito como un agujero abierto en la arena. El infinito, rodado por las ruedas de los relojes, como un carro que nunca llega.
La luna cava un blanco abismo de quietud, en cuya cuenca las cosas son cadáveres y las sombras viven como ideas. Y uno se pasma de lo próxima que está la muerte en la blancura aquella, de lo bello que es el mundo poseído por la antigüedad de la luna llena, y el ansia tristísima de ser amado en el corazón doloroso tiembla.
Hay una ciudad en el aire, una ciudad casi invisible suspensa, cuyos vagos perfiles sobre la clara noche transparentan, como las rayas de agua en un pliego, su cristalización poliédrica. Una ciudad tan lejana, que angustia con su absurda presencia.
¿Es una ciudad o un buque en el que fuésemos abandonando la tierra, callados y felices y con tal pureza, que sólo nuestras almas en la blancura plenilunar vivieran?
Y de pronto cruza un vago estremecimiento por la luz serena. Las líneas se desvanecen, la inmensidad cámbiase en blanca piedra, y sólo permanece en la noche aciaga la certidumbre de tu ausencia.
Yo andaba solo y callado porque tú te hallabas lejos; y aquella noche te estaba escribiendo, cuando por la casa desolada arrastró el horror su trapo siniestro.