Luna, quiero cantarte
oh ilustre anciana de las mitologías,
con todas las fuerzas del arte.
Deidad que en los antiguos días
imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,
no alabaré el litúrgico furor de tus orgías
ni tu erótica didascalia,
para que alumbres sin mayores ironías,
al polígloto elogio de las Guías,
noches sentimentales de misses en Italia.
Aumenta el almizcle de los gatos de algalia;
exaspera con letárgico veneno
a las rosas ebrias de etileno
como cortesanas modernas;
y que a tu influjo activo,
la sangre de las vírgenes tiernas
corra en misterio significativo.
Yo te hablaré con maneras corteses
aunque sé que sólo eres un esqueleto,
y guardaré tu secreto
propicio a las cabelleras y a las mieses.
Te amo porque eres generosa y buena,
¡Cuánto, cuánto albayalde
llevas gastado en balde
para adornar a tu hermana morena!
El mismo Polo recibe tu consuelo;
y la Osa estelar desde su cielo,
cuando huye entre glaciales moles
la luz que tu veste orla,
gime de verse encadenada por la
gravitación de sus siete soles.
Sobre el inquebrantable banco
que en pliegues rígidos se deprime y se esponja,
pasas como púdica monja
que cuida un hospital todo de blanco.
Eres bella y caritativa:
el lunático que por ti alimenta
una pasión nada lasciva.
Entre sus quiméricas novias te cuenta.
¡Oh astronómica siempreviva!
Y al asomar tu frente
tras de las chimeneas, poco a poco.
Haces reír a mi primo loco
interminablemente.
En las piscinas.
Los sauces, con poéticos desmayos,
echan sus anzuelos de seda negra a tus rayos
convertidos en relumbrantes sardinas.
Sobre la diplomática blancura
de tu faz, interpreta
sus sueños el poeta,
sus cuitas la romántica criatura
que suspira algún trágico evento;
el mago del Cabul o la Nigricia,
su conjuro que brota en plegaria propicia:
«¡Oh tú, ombligo del firmamento!»
Mi ojo científico y atento
su pesimismo lleno de pericia.
Como la lenteja de un péndulo inmenso,
regla su transcurso la dulce hora
del amante indefenso
que por fugaz la llora,
implorando con flébiles querellas
su impavidez monárquica de astro;
o bien semeja ampolla de alabastro
que cuenta el tiempo en arena de estrellas.
Mientras redondea su ampo
en monótono viaje.
El Sol, como un faisán crisolampo.
La empolla con ardor siempre nuevo.
¿Qué olímpico linaje
brotará de ese luminoso huevo?
milagrosamente blanca.
Satina morbideces de cold-cream y de histeria:
carnes de espárrago que en linfática miseria,
la tenaza brutal de la tos arranca.
¡Con qué serenidad sobre los luengos
siglos, nieva tu luz sus tibios copos.
Implacable ovillo en que la vieja Atropos
trunca tantos ilustres abolengos!
Ondina de las estelas.
Hada de las lentejuelas.
Entre nubes al bromuro,
encalla como un témpano prematuro,
haciendo relumbrar, en fractura de estrella,
sobre el solariego muro
los cascos de botella.
Por el confín obscuro,
con narcótico balanceo de cuna,
las olas se aterciopelan de luna;
y abren a la luz su tesoro
en una dehiscencia de valvas de oro.
Flotan sobre lustres escurridizos
de alquitrán, prolongando oleosas listas,
guillotinadas por el nivel entre rizos
arabescos, cabezas de escuálidas bañistas.
Charco de mercurio es en la rada
que con veneciano cariz alegra,
o acaso comulgada
por el agua negra
de la esclusa del molino.
Sucumbe con trance aciago
en el trago
de algún sediento pollino.
O entra con rayo certero
al pozo donde remeda
una moneda
escamoteada en un sombrero.
Bajo su lene seda.
Duerme el paciente febrífugo sueño,
cuando en grata penumbra.
Sobre la selva que el Otoño herrumbra
surge su cara sin ceño;
su azufrado rostro sin orejas
que sugiere la faz lampiña
de un mandarín de afeitadas cejas;
o en congestiones bermejas
como si saliera de una riña,
sobre confusos arrabales
finge la lóbrega linterna.
De algún semáforo de Juicios Finales
que los tremendos trenes de Sabaoth interna.
Solemne como un globo sobre una
multitud, llega al cénit la luna.
Clarificando al acuarela el ambiente,
en aridez fulgorosa de talco
transforma al feraz Continente—
lámpara de alcanfor sobre un catafalco.
Custodia que en Corpus sin campanas
muestra su excelsitud al mundo sabio,
reviviendo efemérides lejanas
con un arcaísmo de astrolabio;
inexpresable cero en el infinito,
postigo de los eclipses,
trompo que en el hilo de las elipses
baila eternamente su baile de San Vito;
hipnótica prisionera
que concibe a los malignos hados
en su estéril insomnio de soltera;
verónica de los desterrados;
girasol que circundan con intrépidas alas
los bólidos, cual vastos colibríes,
en conflagración de supremas bengalas;
Ofelia de los alelíes
demacrada por improbables desprecios;
candela de las fobias,
suspiráculo de las novias,
pan ázimo de los necios.
Al resplandor turbio
de una luna con ojeras.
Los organillos del suburbio
se carian las teclas moliendo habaneras.
Como una dama de senos yertos
clavada de sien a sien por la neuralgia,
cruza sobre los desiertos
llena de más allá y de nostalgia
aquella luna de los muertos.
Aquella luna deslumbrante y seca—
una luna de la Meca...
Tu fauna dominadora de los climas.
Hace desbordar en cascadas
el gárrulo caudal de mis rimas.
Desde sus islas moscadas,
misántropos orangutanes
guiñan a tu faz absorta;
bajo sus anómalos afanes
una frecuente humanidad aborta.
Y expresando en coreográfica demencia
quién sabe qué liturgias serviles,
con sautores y rombos de magros pemiles
te ofrecen, Quijotes, su cortés penitencia.
El vate que en una endecha A la Hermosura,
sueña beldades de raso altanero,
y adorna a su modista, en fraudes de joyero,
con una pompa anárquica y futura,
¡Oh Blanca Dama! Es tu faldero;
pues no hay tristura
rimada, o metonimia en quejumbre,
que no implore tu lumbre
como el Opodeldoch de la Ventura.
El hipocondríaco que moja
su pan de amor en mundanas hieles,
y, abstruso célibe, deshoja
su corazón impar ante los carteles,
donde aéreas coquetas
de piernas internacionales.
Pregonan entre cromos rivales
lociones y bicicletas.
El gendarme con su paso
de pendular mesura;
el transeúnte que taconea un caso
quirúrgico, en la acera obscura,
trabucando el nombre poco usual
de un hemostático puerperal.
Los jamelgos endebles
que arrastran como aparatos de Sinagoga
carros de lúgubres muebles.
El ahorcado que templa en do, re, mi, su soga,
el sastre a quien expulsan de la tienda
lumbagos insomnes,
con pesimismo de ab uno disce omnes
a tu virtud se encomienda;
y alzando a ti sus manos gorilas,
te bosteza con boca y axilas.
Mientras te come un pedazo
cierta nube que a barlovento navega,
cándidas Bemarditas ciernen en tu cedazo
la harina flor de alguna parábola labriega.
La rentista sola
que vive en la esquina,
redonda como una ola,
al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina;
y del corpiño harto estrecho.
Desborda sobre el antepecho
la esférica arroba de gelatina.
Por su enorme techo,
la luna, Colombina
cara de estearina.
Aparece no menos redonda;
y en una represalia de serrallo,
con la cara reída por la pata de gallo,
como a una cebolla Pierrot la monda.
Entre álamos que imitan con rectitud extraña,
enjutos ujieres.
Como un ojo sin iris tras de anormal pestaña,
la luna evoca nuevos seres.
Mayando una melopea insana
con ayes de parto y de gresca,
gatos a la valeriana
deslizan por mi barbacana
el suspicaz silencio de sus patas de yesca.
En una fonda tudesca,
cierto doncel que llegó en un cisne manso,
cisne o ganso,
pero, al fin, un ave gigantesca;
a la caseosa Balduina,
la moza de la cocina,
mientras estofaba una leguminosa vaina.
Le dejó en la jofaina
la luna de propina.
Sobre la azul esfera.
Un murciélago sencillo,
voltejea cual negro plumerillo
que limpia una vidriera.
El can lunófilo, en pauta de maitines,
como una damisela ante su partitura,
llora enterneciendo a los serafines
con el primor de su infantil dentadura.
El tiburón que anda
veinte nudos por hora tras de los paquebotes.
Pez voraz como un lord en Irlanda,
saborea aún los precarios jigotes
de aquel rumiante de barcarolas.
Que una noche de caviar y cerveza,
cayó lógicamente de cabeza
al compás del valse «Sobre las Olas».
La luna, en el el mar pronto desierto,
amortajó en su sábana inconsútil al muerto,
que con pirueta coja
hundió su excéntrico descalabro.
Como un ludión un poco macabro.
Sin dar a la hidrostática ninguna paradoja.
En la gracia declinante de tu disco
bajas acompañada por el lucero
hacia no sé qué conjetural aprisco,
cual una oveja con su cordero.
Bajo tu rayo que osa
hasta su tálamo de breña,
el león diseña
con gesto merovingio su cara grandiosa.
Coros de leones
saludan tu ecuatorial apogeo,
coros que aun narran a los aquilones
con quejas bárbaras la proeza de Orfeo.
Desde el soto de abedules.
El ruiseñor en su estrofa,
con lírico delirio filosofa
la infinitud de los cielos azules.
Todo el billón de plata
de la luna, enriquece su serenata;
las selvas del Paraíso
se desgajan en coronas,
y surgen en la atmósfera de nacarado viso
donde flota un Beethoven indeciso—
témeles y Veronas...
El tigre que en el ramaje atenúa
su terciopelo negro y gualdo
y su mirada hipócrita como una ganzúa;
el búho con sus ojos de caldo;
los lobos de agudos rostros judiciales,
la democracia de los chacales—
clientes son de tu luz serena.
Y no es justo olvidar a la oblicua hiena.
Los viajeros.
Que en contrabando de balsámicas valijas
llegan de los imperios extranjeros,
certificando latitudes con sus sortijas
y su tez de tabaco o de aceituna,
qué bien cuentan en sus convincentes rodillas.
Aquellas maravillas
de elefantes budistas que adoran a la luna
paseando su estirpe obesa
entre brezos extraños,
mensuran la dehesa
con sonámbulo andar los rebaños.
Crepitan con sonoro desasosiego
las cigarras que tuesta el Amor en su fuego.
Las crasas ocas,
regocijo de la granja,
al borde de su zanja
gritan como colegialas locas
que ven pasar un hombre malo...
Y su anárquico laberinto,
anuncia al Senado extinto
el ancestral espanto galo.
Luna elegante en el nocturno balcón del Este;
luna de azúcar en la taza de luz celeste;
luna heráldica en campo de azur o de sinople
yo seré el novel paladín que acople
en tu «tabla de expectación».
Las lises y quimeras de su blasón.
La joven que aguarda una cita, con mudo
fervor, en que hay bizcos agüeros, te implora;
y si no llora,
es porque sus polvos no se le hagan engrudo.
Aunque el estricto canesú es buen escudo,
desde que el novio no trepará la reja.
Su timidez de corza
se complugo en poner bien pareja
la más íntima alforza.
Con sus ruedos apenas se atreve la brisa,
ni el Ángel de la Guarda conoce su camisa,
y su batón de ceremonia
cae en pliegues tan dóricos, que amonesta
con una austeridad lacedemonia.
Ella que tan zumbona y apuesta,
con malicias que más bien son recatos,
luce al sol popular de los días de fiesta
el charol de sus ojos y sus zapatos;
bajo aquel ambiguo cielo
se abisma casi extática,
en la diafanidad demasiado aromática
de su pañuelo.
Pobre niña, víctima de la felona noche,
¡De qué le sirvió tanto pundonoroso broche!
Mientras padece en su erótico crucifijo
hasta las heces el amor humano,
ahoga su ¡ay! soprano
un gallo anacrónico del distante cortijo.
En tanto, mi atención perseverante
como un camino real, persigue, oh luna,
tu teorema importante.
Y en metáfora oportuna
eres el ebúrneo mingo.
Que busca por el cielo, mi billar del Domingo,
no se qué carambolas de esplín y de fortuna.
Solloza el mudo de la aldea,
y una rana burbujea
cristalinamente en su laguna.
Para llegar a tu gélida alcoba
en mi Pegaso de alas incompletas.
Me sirvieron de estafetas
las brujas con sus palos de escoba.
Á través de páramos sin ventura,
paseas tu porosa estructura
de hueso fósil, y tus poros son mares
que en la aridez de sus riberas.
Parecen maxilares
de calaveras.
Deleznada por siglos de intemperie, tu roca
se desintegra en bloques de tapioca,
bajo los fuegos ustorios
del Sol que te martiriza,
sofocados en desolada ceniza,
playas de celuloide son tus territorios.
Vigilan tu soledad
montes cuyo vértigo es la eternidad.
El color muere en tu absoluto albinismo,
y a pesar de la interna carcoma
que socava en tu seno un abismo.
Todo es en ti inmóvil como un axioma.
El residuo alcalino
de tu aire, en que en un cometa
entró como un fósforo en una probeta
de alcohol superfino;
carámbanos de azogue en absurdo aplomo;
vidrios sempiternos, llagas de bromo;
silencio inexpugnable,
y como paradójica dendrita,
la huella de un prehistórico selenita
en un puñado de yeso estable.
Mas ya dejan de estregar los grillos
sus agrios esmeriles,
y suena en los pensiles
la cristalería de los pajarillos.
Y la Luna que en su halo de ópalo se engarza,
bajo una batería de telescopios,
como una garza
que escopetean cazadores impropios,
cae al mar de cabeza
entre su plumazón de reflejos;
pero tan lejos.
Que no cobrarán la pieza.