El solterón, de Leopoldo Lugones | Poema

    Poema en español
    El solterón


       I 


    Largas brumas violetas 
    flotan sobre el río gris 
    y allá en las dársenas quietas 
    sueñan oscuras goletas 
    con un lejano país. 

    El arrabal solitario 
    tiene la noche a sus pies, 
    y tiembla su campanario 
    en el vapor visionario 
    de ese paisaje holandés. 

    El crepúsculo perplejo 
    entra a una alcoba glacial, 
    en cuyo empañado espejo 
    con soslayado reflejo 
    turba el agua del cristal. 

    El lecho blanco se hiela 
    junto al siniestro baúl, 
    y en su herrumbrada tachuela 
    envejece una acuarela 
    cuadrada de felpa azul. 

    En la percha del testero, 
    el crucificado frac 
    exhala un fenol severo, 
    y sobre el vasto tintero 
    piensa un busto de Balzac. 

    La brisa de las campañas, 
    con su aliento de clavel, 
    agita las telarañas 
    que son inmensas pestañas 
    del desusado cancel. 

    Allá por las nubes rosas 
    las golondrinas en pos 
    de invisibles mariposas 
    trazan letras misteriosas 
    como escribiendo un adiós. 

    En la alcoba solitaria, 
    sobre un raído sofá 
    de cretona centenaria, 
    junto a su estufa precaria 
    meditando un hombre está. 

    Tendido en postura inerte 
    masca su pipa de boj, 
    y en aquella calma advierte 
    ¡qué cercana está la muerte 
    del silencio del reloj! 

    En su garganta reseca 
    gruñe una biliosa hez, 
    y bajo su frente hueca 
    la verdinegra jaqueca 
    maniobra un largo ajedrez. 

    ¡Ni un gorjeo de alegrías! 
    ¡Ni un clamor de tempestad! 
    Como en las cuevas sombrías, 
    en el fondo de sus días 
    bosteza la soledad. 

    Y con vértigos extraños, 
    en su confusa visión 
    de insípidos desengaños, 
    ve llegar los grandes años 
    con sus cargas de algodón. 



       II 


    A inverosímil distancia 
    se acongoja un violín 
    resucitando en la estancia 
    como una ancestral fragancia 
    del humo de aquel esplín. 

    Y el hombre piensa. Su vista 
    recuerda las rosas te 
    de un sombrero de modista.. 
    el pañuelo de batista... 
    las peinetas... el corsé... 

    Y el duelo en la playa sola: 
    uno... dos... tres... Y el lucir 
    de la montada pistola... 
    y el son grave de la ola 
    convidando a bien morir. 

    Y al dar a la niña inquieta 
    la reconquistada flor 
    en la persiana discreta, 
    sintiose héroe y poeta 
    por la gracia del amor. 

    Epitalamios de flores 
    la dicha escribió a sus pies, 
    y las tardes de colores 
    supieron de esos amores 
    celestiales... Y después... 

    Ahora, una vaga espina 
    le punza en el corazón, 
    si su coqueta vecina 
    saca la breve botina 
    por los hierros del balcón; 

    Y si con voz pura y tersa, 
    la niña del arrabal 
    en su malicia perversa, 
    temas picantes conversa 
    con el canario jovial; 

    Surge aquel triste percance 
    de tragedia baladí; 
    la novia... la flor... el lance... 
    veinte años cuenta el romance, 
    Turgueniev tiene uno así. 

    ¡Cuán triste era su mirada, 
    cuán luminosa su fe 
    y cuán leve su pisada! 
    ¿Por qué la dejó olvidada?... 
    ¡Si ya no sabe por qué! 



       III 


    En el desolado río 
    se agrisa el tono punzó 
    del crepúsculo sombrío, 
    como un imperial hastío 
    sobre un otoño de gro. 

    Y el hombre medita. Es ella 
    la visión triste que en un 
    remoto nimbo descuella; 
    es una ajada doncella 
    que le está aguardando aún. 

    Vago pavor le amilana, 
    y va a escribirla por fin 
    desde su informe nirvana... 
    La carta saldrá mañana 
    y en la carta irá un jazmín. 

    La pluma en sus dedos juega; 
    ya el peligro tiene el doblez; 
    y su alma en lo azul navega. 
    A los veinte años de brega 
    va a escribir tuyo otra vez. 

    No será trunca ni ambigua 
    su confidencia de amor 
    sobre la vitela exigua. 
    ¡Si esa carta es muy antigua! 
    Ya está turbio el borrador. 

    Tendrá su deleite loco, 
    blancas sedas de amistad 
    para esconder su ígneo foco. 
    La gente reirá un poco 
    de esos novios de otra edad. 

    Ella, la anciana, en su leve 
    candor de virgen senil, 
    será un alabrastro breve. 
    Su aristocracia de nieve 
    nevará un tardío abril. 

    Sus canas, en paz suprema, 
    a la alcoba sororal 
    darán olor de alhucema, 
    y estará en la suave yema 
    del fino dedo el dedal. 

    Cuchicheará a ras del suelo 
    su enagua un vago frufrú, 
    ¡y con qué afable consuelo 
    acogerá el terciopelo 
    su elegancia de bambú! 

    Así está el hombre soñando 
    en el aposento aquel, 
    y su sueño es dulce y blando; 
    mas la noche va llegando 
    y aún está blanco el papel. 

    Sobre su visión de aurora, 
    un tenebroso crespón 
    los contornos descolora, 
    pues la noche vencedora 
    se le ha entrado al corazón. 

    Y como enturbiada espuma, 
    una idea triste va 
    emergiendo de su bruma: 
    ¡qué mohosa está la pluma! 
    ¡La pluma no escribe ya!