Tú apaciguas mis horas batalladas, con aquella suave tristeza que es la nobleza de las vidas elevadas. Y en el misterio singular de tu suerte —grave perfume de sombría flor— la pureza de tu amor te da el deseo de la muerte.
Más tocantes y más unidas, nuestras almas se hallan así. Morir y amar, ay de mí, qué dos cosas tan parecidas pero de lo terrestre que me aferra, más y más tu candor se desiguala; que la pureza, como el ala, tiene por condición dejar la tierra.
Mi vida es esta deliciosa tortura: quereres más mía cuanto eres más pura. Constante anhelo, que me obliga, en irremediable mal, a vivir luchando con el cielo para que no te lleve, como es natural. pero me has dicho, contenta de sufrir hasta las heces tu exquisito dolor, que la seguridad del amor es tu única razón de no morir. Y así, en la angustia de las dichas inciertas es la melancolía tu irreal aroma, oh, palpitante paloma de alas siempre entreabiertas...
Yo andaba solo y callado porque tú te hallabas lejos; y aquella noche te estaba escribiendo, cuando por la casa desolada arrastró el horror su trapo siniestro.