Himno a la luna, de Leopoldo Lugones | Poema

    Poema en español
    Himno a la luna

    Luna, quiero cantarte 
    oh ilustre anciana de las mitologías, 
    con todas las fuerzas del arte. 

    Deidad que en los antiguos días 
    imprimiste en nuestro polvo tu sandalia, 
    no alabaré el litúrgico furor de tus orgías 
    ni tu erótica didascalia, 
    para que alumbres sin mayores ironías, 
    al polígloto elogio de las Guías, 
    noches sentimentales de misses en Italia. 

    Aumenta el almizcle de los gatos de algalia; 
    exaspera con letárgico veneno 
    a las rosas ebrias de etileno 
    como cortesanas modernas; 
    y que a tu influjo activo, 
    la sangre de las vírgenes tiernas 
    corra en misterio significativo. 

    Yo te hablaré con maneras corteses 
    aunque sé que sólo eres un esqueleto, 
    y guardaré tu secreto 
    propicio a las cabelleras y a las mieses. 

    Te amo porque eres generosa y buena, 
    ¡Cuánto, cuánto albayalde 
    llevas gastado en balde 
    para adornar a tu hermana morena! 

    El mismo Polo recibe tu consuelo; 
    y la Osa estelar desde su cielo, 
    cuando huye entre glaciales moles 
    la luz que tu veste orla, 
    gime de verse encadenada por la 
    gravitación de sus siete soles. 
    Sobre el inquebrantable banco 
    que en pliegues rígidos se deprime y se esponja, 
    pasas como púdica monja 
    que cuida un hospital todo de blanco. 

    Eres bella y caritativa: 
    el lunático que por ti alimenta 
    una pasión nada lasciva. 
    Entre sus quiméricas novias te cuenta. 
    ¡Oh astronómica siempreviva! 
    Y al asomar tu frente 
    tras de las chimeneas, poco a poco. 
    Haces reír a mi primo loco 
    interminablemente. 

    En las piscinas. 
    Los sauces, con poéticos desmayos, 
    echan sus anzuelos de seda negra a tus rayos 
    convertidos en relumbrantes sardinas. 
    Sobre la diplomática blancura 
    de tu faz, interpreta 
    sus sueños el poeta, 
    sus cuitas la romántica criatura 
    que suspira algún trágico evento; 
    el mago del Cabul o la Nigricia, 
    su conjuro que brota en plegaria propicia: 
    «¡Oh tú, ombligo del firmamento!» 
    Mi ojo científico y atento 
    su pesimismo lleno de pericia. 

    Como la lenteja de un péndulo inmenso, 
    regla su transcurso la dulce hora 
    del amante indefenso 
    que por fugaz la llora, 
    implorando con flébiles querellas 
    su impavidez monárquica de astro; 
    o bien semeja ampolla de alabastro 
    que cuenta el tiempo en arena de estrellas. 

    Mientras redondea su ampo 
    en monótono viaje. 
    El Sol, como un faisán crisolampo. 
    La empolla con ardor siempre nuevo. 

    ¿Qué olímpico linaje 
    brotará de ese luminoso huevo? 
    milagrosamente blanca. 
    Satina morbideces de cold-cream y de histeria: 
    carnes de espárrago que en linfática miseria, 
    la tenaza brutal de la tos arranca. 

    ¡Con qué serenidad sobre los luengos 
    siglos, nieva tu luz sus tibios copos. 
    Implacable ovillo en que la vieja Atropos 
    trunca tantos ilustres abolengos! 

    Ondina de las estelas. 
    Hada de las lentejuelas. 

    Entre nubes al bromuro, 
    encalla como un témpano prematuro, 
    haciendo relumbrar, en fractura de estrella, 
    sobre el solariego muro 
    los cascos de botella. 
    Por el confín obscuro, 
    con narcótico balanceo de cuna, 
    las olas se aterciopelan de luna; 
    y abren a la luz su tesoro 
    en una dehiscencia de valvas de oro. 

    Flotan sobre lustres escurridizos 
    de alquitrán, prolongando oleosas listas, 
    guillotinadas por el nivel entre rizos 
    arabescos, cabezas de escuálidas bañistas. 
    Charco de mercurio es en la rada 
    que con veneciano cariz alegra, 
    o acaso comulgada 
    por el agua negra 
    de la esclusa del molino. 
    Sucumbe con trance aciago 
    en el trago 
    de algún sediento pollino. 

    O entra con rayo certero 
    al pozo donde remeda 
    una moneda 
    escamoteada en un sombrero. 

    Bajo su lene seda. 
    Duerme el paciente febrífugo sueño, 
    cuando en grata penumbra. 
    Sobre la selva que el Otoño herrumbra 
    surge su cara sin ceño; 
    su azufrado rostro sin orejas 
    que sugiere la faz lampiña 
    de un mandarín de afeitadas cejas; 
    o en congestiones bermejas 
    como si saliera de una riña, 
    sobre confusos arrabales 
    finge la lóbrega linterna. 
    De algún semáforo de Juicios Finales 
    que los tremendos trenes de Sabaoth interna. 
    Solemne como un globo sobre una 
    multitud, llega al cénit la luna. 

    Clarificando al acuarela el ambiente, 
    en aridez fulgorosa de talco 
    transforma al feraz Continente— 
    lámpara de alcanfor sobre un catafalco. 
    Custodia que en Corpus sin campanas 
    muestra su excelsitud al mundo sabio, 
    reviviendo efemérides lejanas 
    con un arcaísmo de astrolabio; 
    inexpresable cero en el infinito, 
    postigo de los eclipses, 
    trompo que en el hilo de las elipses 
    baila eternamente su baile de San Vito; 
    hipnótica prisionera 
    que concibe a los malignos hados 
    en su estéril insomnio de soltera; 
    verónica de los desterrados; 
    girasol que circundan con intrépidas alas 
    los bólidos, cual vastos colibríes, 
    en conflagración de supremas bengalas; 
    Ofelia de los alelíes 
    demacrada por improbables desprecios; 
    candela de las fobias, 
    suspiráculo de las novias, 
    pan ázimo de los necios. 

    Al resplandor turbio 
    de una luna con ojeras. 
    Los organillos del suburbio 
    se carian las teclas moliendo habaneras. 

    Como una dama de senos yertos 
    clavada de sien a sien por la neuralgia, 
    cruza sobre los desiertos 
    llena de más allá y de nostalgia 
    aquella luna de los muertos. 
    Aquella luna deslumbrante y seca— 
    una luna de la Meca... 

    Tu fauna dominadora de los climas. 
    Hace desbordar en cascadas 
    el gárrulo caudal de mis rimas. 
    Desde sus islas moscadas, 
    misántropos orangutanes 
    guiñan a tu faz absorta; 
    bajo sus anómalos afanes 
    una frecuente humanidad aborta. 
    Y expresando en coreográfica demencia 
    quién sabe qué liturgias serviles, 
    con sautores y rombos de magros pemiles 
    te ofrecen, Quijotes, su cortés penitencia. 

    El vate que en una endecha A la Hermosura, 
    sueña beldades de raso altanero, 
    y adorna a su modista, en fraudes de joyero, 
    con una pompa anárquica y futura, 
    ¡Oh Blanca Dama! Es tu faldero; 
    pues no hay tristura 
    rimada, o metonimia en quejumbre, 
    que no implore tu lumbre 
    como el Opodeldoch de la Ventura. 

    El hipocondríaco que moja 
    su pan de amor en mundanas hieles, 
    y, abstruso célibe, deshoja 
    su corazón impar ante los carteles, 
    donde aéreas coquetas 
    de piernas internacionales. 
    Pregonan entre cromos rivales 
    lociones y bicicletas. 

    El gendarme con su paso 
    de pendular mesura; 
    el transeúnte que taconea un caso 
    quirúrgico, en la acera obscura, 
    trabucando el nombre poco usual 
    de un hemostático puerperal. 

    Los jamelgos endebles 
    que arrastran como aparatos de Sinagoga 
    carros de lúgubres muebles. 
    El ahorcado que templa en do, re, mi, su soga, 
    el sastre a quien expulsan de la tienda 
    lumbagos insomnes, 
    con pesimismo de ab uno disce omnes 
    a tu virtud se encomienda; 
    y alzando a ti sus manos gorilas, 
    te bosteza con boca y axilas. 
    Mientras te come un pedazo 
    cierta nube que a barlovento navega, 
    cándidas Bemarditas ciernen en tu cedazo 
    la harina flor de alguna parábola labriega. 

    La rentista sola 
    que vive en la esquina, 
    redonda como una ola, 
    al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina; 
    y del corpiño harto estrecho. 
    Desborda sobre el antepecho 
    la esférica arroba de gelatina. 

    Por su enorme techo, 
    la luna, Colombina 
    cara de estearina. 
    Aparece no menos redonda; 
    y en una represalia de serrallo, 
    con la cara reída por la pata de gallo, 
    como a una cebolla Pierrot la monda. 

    Entre álamos que imitan con rectitud extraña, 
    enjutos ujieres. 
    Como un ojo sin iris tras de anormal pestaña, 
    la luna evoca nuevos seres. 

    Mayando una melopea insana 
    con ayes de parto y de gresca, 
    gatos a la valeriana 
    deslizan por mi barbacana 
    el suspicaz silencio de sus patas de yesca. 

    En una fonda tudesca, 
    cierto doncel que llegó en un cisne manso, 
    cisne o ganso, 
    pero, al fin, un ave gigantesca; 
    a la caseosa Balduina, 
    la moza de la cocina, 
    mientras estofaba una leguminosa vaina. 
    Le dejó en la jofaina 
    la luna de propina. 

    Sobre la azul esfera. 
    Un murciélago sencillo, 
    voltejea cual negro plumerillo 
    que limpia una vidriera. 

    El can lunófilo, en pauta de maitines, 
    como una damisela ante su partitura, 
    llora enterneciendo a los serafines 
    con el primor de su infantil dentadura. 

    El tiburón que anda 
    veinte nudos por hora tras de los paquebotes. 
    Pez voraz como un lord en Irlanda, 
    saborea aún los precarios jigotes 
    de aquel rumiante de barcarolas. 
    Que una noche de caviar y cerveza, 
    cayó lógicamente de cabeza 
    al compás del valse «Sobre las Olas». 
    La luna, en el el mar pronto desierto, 
    amortajó en su sábana inconsútil al muerto, 
    que con pirueta coja 
    hundió su excéntrico descalabro. 
    Como un ludión un poco macabro. 
    Sin dar a la hidrostática ninguna paradoja. 

    En la gracia declinante de tu disco 
    bajas acompañada por el lucero 
    hacia no sé qué conjetural aprisco, 
    cual una oveja con su cordero. 

    Bajo tu rayo que osa 
    hasta su tálamo de breña, 
    el león diseña 
    con gesto merovingio su cara grandiosa. 
    Coros de leones 
    saludan tu ecuatorial apogeo, 
    coros que aun narran a los aquilones 
    con quejas bárbaras la proeza de Orfeo. 

    Desde el soto de abedules. 
    El ruiseñor en su estrofa, 
    con lírico delirio filosofa 
    la infinitud de los cielos azules. 
    Todo el billón de plata 
    de la luna, enriquece su serenata; 
    las selvas del Paraíso 
    se desgajan en coronas, 
    y surgen en la atmósfera de nacarado viso 
    donde flota un Beethoven indeciso— 
    témeles y Veronas... 

    El tigre que en el ramaje atenúa 
    su terciopelo negro y gualdo 
    y su mirada hipócrita como una ganzúa; 
    el búho con sus ojos de caldo; 
    los lobos de agudos rostros judiciales, 
    la democracia de los chacales— 
    clientes son de tu luz serena. 
    Y no es justo olvidar a la oblicua hiena. 

    Los viajeros. 
    Que en contrabando de balsámicas valijas 
    llegan de los imperios extranjeros, 
    certificando latitudes con sus sortijas 
    y su tez de tabaco o de aceituna, 
    qué bien cuentan en sus convincentes rodillas. 
    Aquellas maravillas 
    de elefantes budistas que adoran a la luna 
    paseando su estirpe obesa 
    entre brezos extraños, 
    mensuran la dehesa 
    con sonámbulo andar los rebaños. 

    Crepitan con sonoro desasosiego 
    las cigarras que tuesta el Amor en su fuego. 

    Las crasas ocas, 
    regocijo de la granja, 
    al borde de su zanja 
    gritan como colegialas locas 
    que ven pasar un hombre malo... 
    Y su anárquico laberinto, 
    anuncia al Senado extinto 
    el ancestral espanto galo. 

    Luna elegante en el nocturno balcón del Este; 
    luna de azúcar en la taza de luz celeste; 
    luna heráldica en campo de azur o de sinople 
    yo seré el novel paladín que acople 
    en tu «tabla de expectación». 
    Las lises y quimeras de su blasón. 

    La joven que aguarda una cita, con mudo 
    fervor, en que hay bizcos agüeros, te implora; 
    y si no llora, 
    es porque sus polvos no se le hagan engrudo. 
    Aunque el estricto canesú es buen escudo, 
    desde que el novio no trepará la reja. 
    Su timidez de corza 
    se complugo en poner bien pareja 
    la más íntima alforza. 
    Con sus ruedos apenas se atreve la brisa, 
    ni el Ángel de la Guarda conoce su camisa, 
    y su batón de ceremonia 
    cae en pliegues tan dóricos, que amonesta 
    con una austeridad lacedemonia. 

    Ella que tan zumbona y apuesta, 
    con malicias que más bien son recatos, 
    luce al sol popular de los días de fiesta 
    el charol de sus ojos y sus zapatos; 
    bajo aquel ambiguo cielo 
    se abisma casi extática, 
    en la diafanidad demasiado aromática 
    de su pañuelo. 
    Pobre niña, víctima de la felona noche, 
    ¡De qué le sirvió tanto pundonoroso broche! 

    Mientras padece en su erótico crucifijo 
    hasta las heces el amor humano, 
    ahoga su ¡ay! soprano 
    un gallo anacrónico del distante cortijo. 

    En tanto, mi atención perseverante 
    como un camino real, persigue, oh luna, 
    tu teorema importante. 
    Y en metáfora oportuna 
    eres el ebúrneo mingo. 
    Que busca por el cielo, mi billar del Domingo, 
    no se qué carambolas de esplín y de fortuna. 

    Solloza el mudo de la aldea, 
    y una rana burbujea 
    cristalinamente en su laguna. 

    Para llegar a tu gélida alcoba 
    en mi Pegaso de alas incompletas. 
    Me sirvieron de estafetas 
    las brujas con sus palos de escoba. 

    Á través de páramos sin ventura, 
    paseas tu porosa estructura 
    de hueso fósil, y tus poros son mares 
    que en la aridez de sus riberas. 
    Parecen maxilares 
    de calaveras. 

    Deleznada por siglos de intemperie, tu roca 
    se desintegra en bloques de tapioca, 
    bajo los fuegos ustorios 
    del Sol que te martiriza, 
    sofocados en desolada ceniza, 
    playas de celuloide son tus territorios. 

    Vigilan tu soledad 
    montes cuyo vértigo es la eternidad. 

    El color muere en tu absoluto albinismo, 
    y a pesar de la interna carcoma 
    que socava en tu seno un abismo. 
    Todo es en ti inmóvil como un axioma. 

    El residuo alcalino 
    de tu aire, en que en un cometa 
    entró como un fósforo en una probeta 
    de alcohol superfino; 
    carámbanos de azogue en absurdo aplomo; 
    vidrios sempiternos, llagas de bromo; 
    silencio inexpugnable, 
    y como paradójica dendrita, 
    la huella de un prehistórico selenita 
    en un puñado de yeso estable. 

    Mas ya dejan de estregar los grillos 
    sus agrios esmeriles, 
    y suena en los pensiles 
    la cristalería de los pajarillos. 
    Y la Luna que en su halo de ópalo se engarza, 
    bajo una batería de telescopios, 
    como una garza 
    que escopetean cazadores impropios, 
    cae al mar de cabeza 
    entre su plumazón de reflejos; 
    pero tan lejos. 
    Que no cobrarán la pieza.