Las chicas del tenis, en grupos parejos, agracian de blanco la pradera verde que flora en un polen de sol, y a lo lejos en serenidades azules se pierde.
Graciosas como ellas, rubias margaritas, de blanco se visten, como ellas también. (Sabido es que entre ellas esas señoritas se aclaran enigmas de amor y desdén.)
La risa que brota jovial y temprana, en su abierta rosa parece encenderlas; muerde en las mejillas su doble manzana, y en los claros dientes graniza sus perlas.
Retoza la brisa que en ese gorjeo, como frágil cinta de luz se cortó. Desde la alameda grita el benteveo, que, naturalmente, dice que las vio.
Llenos de luz de oro cual rojos estanques, los cuadros prescriben destreza segura. En la red palpitan gentiles arranques de súbitas garzas que al vuelo captura.
En leve centella cruza la pelota con tales arrojos de triunfo y de azar, que más de un sensible corazón rebota, y en la red se queda prendido al pasar.
Bajo la calma del sueño, calma lunar, de luminosa seda, la noche como si fuera el blando cuerpo del silencio, dulcemente en la inmensidad se acuesta. Y desata su cabellera en prodigioso follaje de alamedas.