Ante mi ventana, clara como un remanso
de firmamento, la luna repleta,
se puso con gorda majestad de ganso
a tiro de escopeta.
No tenía rifle,
ni nada que fuera más o menos propio
para la caza; pero un mercachifle
habíame vendido un telescopio.
Bella ocasión, sin duda alguna,
para hacer un blanco en la luna.
—«Preciso es que me equipe
bien», murmuré al sacar el chisme mostrenco;
y requiriendo como un concejal flamenco,
el gorro, la bata, las chinelas de tripe;
dispúseme un tanto ebrio de fantasía,
a gozar con secreto alborozo
aquel bello trozo
de selenología.
Vi un suelo de tiza.
En el cual recostábanse con lúgubre trasunto,
tristes sombras de hortaliza
a las doce en punto.
Pero era
imposible calcular la hora.
La vida resulta desconcertadora
de esta manera.
Todo se eternizaba en una luz de nitro,
con perspectiva teatral de palco escénico;
había árboles, pero eran de cinc y arsénico;
y agua, ya se sabe, no queda un solo litro.
(Con movimiento
blando,
la luna iba girando
ante el vidrio de aumento).
Y de pronto, sobre geométricas lomas,
aparecieron los primeros seres
vivos: cinco palomas
grandes como mujeres.
Crispábalas una ilógica neurastenia;
sus miradas eran de persona;
después hicieron una elegante venia...
con modales de prima donna
pero en la luna todo es mudo y sordo;
y en la falta de gravedad excepcional,
(De aquí la neurastenia que es allí normal).
Es como si uno se encontrara a bordo.
Después vino una horizontal región
donde no había más elevación,
que sobre un suave arenal
un inmenso anciano de cristal.
Como esos frascos de licor que son
un Garibaldi o un Napoleón.
Y aquél tenía por corazón
un poco de arena glacial.
Diseñando inútiles rutas,
durante dos horas pasaron soledades,
permanentes como verdades
absolutas.
Entre costas atormentadas
por el más anormal dibujo,
vi el Mar de las Crisis cuyo reflujo
provoca las náuseas de las embarazadas.
Es una especie de gelatina
terriblemente eléctrica por cierto.
Después pasó otro desierto,
y después una especie de ruina;
construcción de paradoja
en cuya cornisa, con imprevista gracia,
lucían una bola verde y otra roja,
como globos de farmacia.
Pero lo más curioso,
es que aboliendo mis más serias dudas,
surgieron junto a un lago en reposo
muchas doncellas blancas y desnudas.
¡Al fin veía figuras humanas!
Aunque siendo hasta rubias por más señas,
tuviesen no sé qué anomalías arcanas.
Dormitando en un pie como las cigüeñas.
Noté bastante hermosas sus caras,
y bien que la nieve lunar fuera mucha,
lucían, brillantes de lawn tennis y ducha,
como magnolias duras y claras.
No sé por qué original encanto.
Pensé que hablarían en estilo astronómico,
algún idioma como el esperanto.
Equitativo, simple y económico.
Mas, no bien hube pensado en ello,
cuando un inesperado destello
borró vivamente el cuadro aquel,
digno tema de un docto pincel.
Y tan suave como tierna,
te vi a ti misma —¿por qué ventana?...—
en tu bañadera de porcelana,
como una Susana moderna.
Más linda, ciertamente, que la antigua Susana.
Y como yo no era un viejo,
comprendí que allí no había ningún engaño,
sino que la luna era tu espejo,
y que tú no estabas en el baño,
sino desnuda en mi alma, como una
noble magnolia en un claro de luna.
Así, en símiles sencillos,
destacábase en pleno azul de cielo,
tu cuerpo liso como un arroyuelo
sólo contrariado por dos guijarrillos.
Mas, a pesar de tan grata fortuna,
cierta inquietud me tenía en jaque,
por haber visto en el almanaque
que precisamente esa noche no había luna.
Hasta que tú me diste la certeza
ante nuestro lavabo cojo y viejo,
de que la luna era aquel pobre espejo
convertido en astro por tu belleza.