He vivido entre los arrabales, pareciendo un mono, he vivido en la alcantarilla transportando las heces, he vivido dos años en el Pueblo de las Moscas y aprendido a nutrirme de lo que suelto. Fui una culebra deslizándose por la ruina del hombre, gritando aforismos en pie sobre los muertos, atravesando mares de carne desconocida con mis logaritmos. Y sólo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante batalla y que mis padres me sedujeron para ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos. He enseñado a moverse a las larvas sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran. Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar, y decían con los ojos «fuera de la vida», o bien «no hay nada que pueda ser menos todavía que tu alma», o bien «cómo te llamas» y «qué oscuro es tu nombre». He vivido los blancos de la vida, sus equivocaciones, sus olvidos, su torpeza incesante y recuerdo su misterio brutal, y el tentáculo suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies frenéticos de huida. He vivido su tentación, y he vivido el pecado del que nadie cabe nunca nos absuelva.
Dos atletas saltan de un lado a otro de mi alma lanzando gritos y bromeando acerca de la vida: y no sé sus nombres. Y en mi alma vacía escucho siempre cómo se balancean los trapecios. Dos atletas saltan de un lado a otro de mi alma
Yo François Villon, a los cincuenta y un años gordo y corpulento, de labios color ceniza y mejillas que el vino amoratara, a una cuerda ahorcado lo sé todo acerca del pecado. Yo, François Villon, a una cuerda pendido