Ciudad de mar interno, de Luis Armenta Malpica | Poema

    Poema en español
    Ciudad de mar interno

    a mis padres y hermanos 
      
    Yo fundé esta ciudad a los quince años: 
    qué lentos, tibios ojos conquistaron la piedra 
    levantaron un muro, fundieron la argamasa 
    con el pecho caliente de quien llegaba 
    a ciegas, tropezando su cuerpo 
    con la vida. 
      
    Concebí esta ciudad contra mi vientre, como una madre 
    indómita y soltera. 
    Nodriza de estas calles 
    quién pudiera decir que no son mías 
    si han secado mi pecho con la sed portentosa 
    de los recién nacidos 
    si por sentirme madre recuperé mi nombre 
    las estrellas robadas al insomnio 
    de cuando rompía el mar en mis cabellos. 
      
    Llegué apenas un niño 
    pero reconociendo el mineral en piedra que cuajaba: 
    adamita, geoda, piel de víbora y ónix 
    mercurio y flor del diablo. 
    Nada salía de mí 
    sino el polvo antiquísimo que todo lo destruye. 
    El silencio: aquel ruido interior que tanto duele 
    hizo en mi paladar su madriguera. 
      
    Pero el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas. 
    Animal de baldío, descendía de mis cejas a los labios. 
    En la abierta aridez del horizonte 
    la piedra que encontré era una flor volcánica. 
    Contra las telarañas del hastío su fulgor parecía 
    arrebatar los ojos a mi cara. 
    Entonces me di cuenta que morir es quedar uno 
    inmóvil 
    mirando lo que ya no se mueve. 
      
    Bajo la lluvia ajena de esos años 
    ¿quién abría su paraguas 
    quién me ofreció un sombrero? 
    La ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles 
    para que ni una gota mojara mis mejillas. 
    Pero me pongo triste 
    y no tengo intención de mencionar la lluvia: 
    son las cosas sin nombre las que dañan. 

    Ahora soy de cantera: soy la cantera 
    que cubre con sus trinos 
    un doble campanario. 
      
    Fundamos la ciudad —dijo mi madre 
    sobre nuestros abuelos. 
    Y porque la nostalgia es un mar que regresa 
    de las otras ciudades sumergidas 
    salí a nombrar el mundo y fui nombrado 
    pájaro      aguacero     infinito 
    era el mar, no mi memoria. 
    Y nadie me esperaba: nadie más 
    que yo mismo. 
    Mi madre remarcaba con su amor —inocente— los troncos de la cerca. 
    ¿Cuál árbol genealógico quedó de las astillas 
    con que ella nos miraba hacer la casa? 
    Todavía no sabíamos del viento, las tormentas 
    la tribu de jejenes que habrían de ambicionar 
    nuestros relictos. 
      
    Atrás venía mi padre: soportando la artesa 
    las hogazas; las migas 
    del trayecto 
    nuestros pasos. 
    El mar era el instinto de una raza 
    la sangre que nos latía en las sienes. 
    Y la que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo) 
    había que pronunciarla para que fuera cierta. 
      
    En esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado. 
    Cuando llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo 
    las tantas veladoras que traen un muerto ardiente. 
    Sahumábamos la noche con un coro de espuma: 
    el rosario inconcluso de amar 
    el nuevo exilio. 
      
    No vayan a decir que no me pertenece, porque entonces 
    los cuervos de mi vista devorarán sus ojos 
    y ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta 
    y una mantis enorme invocará el veneno 
    de todas las migalas que anidan en mi boca 
    y entonces —solo entonces— 
    regresaré mis pasos 
    al océano natal 
    de donde vine. 
    Hace un mundo de tiempo que esta ciudad es mía: 
    la he mirado crecer, como a los árboles 
    hacerse de ladrillos 
    de gotas que deambulan 
    de los rojos tejados 
    hasta la filigrana de algún cancel de hierro. 
      
    Mis ojos adquirieron su forma de planetas 
    al mirarla: girasoles 
    que siguieron sus pasos en el día; 
    y en la noche, dormidos, la aguardaban 
    porque habría de llegar 
    de una tibia maceta en mi memoria 
    aquella rosa 
    náutica. 
      
    También nací en febrero. 
    El amor se me vino como una enredadera 
    y conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo milagroso. 
    Esta ciudad abierta como una rosa virgen 
    me dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo 
    de la noche, la luna de narciso. 
    Habito lo que observo sin moverme 
    en el quieto vaivén de los jazmines. 
    Por mis ojos algún escarabajo sale y vuela: 
    atisba por los pozos de la tarde 
    por si la luna asoma. 
    Una vez que la encuentra, retorna a mis pupilas 
    con esos resplandores que presagia el insomnio. 
    No duermo si la noche —impredecible niña— derrama su rocío sobre mis manos 
    por si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa. 
    Nada es desconocido por mis labios 
    porque cuento la vida 
    con la voz asfaltada, repleta de motores. 
    En cambio, cuando la vida cuenta 
    me dice 
    ¾esto es lo cierto. 
    Con tantas oraciones que me caían del alma 
    vertí amor y ciudad (piedra con piedra) 
    por casi cinco siglos. 
      
    Habito esta ciudad desde mis ojos. 
    No existe agua tan sucia que la esconda 
    o que no la refleje. 
    A veces piedra viva 
    y en otras rosa en llamas 
    dejo escapar el humo por sus hombres. 
    «Mi corazón es la ciudad más grande que conozco» 
    me oí decir un día. Pero el amor 
    la piedra en el camino 
    tuvo que ser labrada y sostenida 
    para que ella, otra vez, me sostuviera. 
    Las piedras de mi casa no sirvieron 
    para afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas 
    talco rojo. 
    Qué tiempo tan lejano: la soledad 
    se fue como una mosca 
    al entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido 
    para oxidar los muebles 
    para habitar la piedra 
    de voz 
    pulverizada. 
    Las paredes eran más que la tierra: los límites del aire. 
    Del adobe encarnado, la piel amurallada 
    protegía un centinela en posición de rezo: 
    ¿qué mantis religiosa vino a comer de mí después 
    de amarme tanto? 
    ¿cuántos betas (igual que un cabo amarra el aparejo) 
    con sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos? 
    ¿cómo romper el cerco al bogavante 
    sin que algún cachalote se suicide en mis ojos? 
      
    Esto es, sin más, la vida: la parte del planeta 
    donde los peces nadan, los insectos fornican 
    y los grandes crustáceos forman otra ciudad 
    lejos del hombre. 
    Pero qué hay de la vida en la ciudad 
    del hombre 
    si no un montón de moscas y algunas ratoneras. 
      
    La ciudad era un gato que maullaba. 
    Allí quedó el zapato que había de regresarme: 
    azul, sin agujetas 
    sin un rastro de chicle que pudiera pegarle 
    a lo vivido. 
      
    Aprendí de los gatos a no ser fiel al hombre. 
    Una escolta de pájaros anidó en mis costillas. 
    Alguien fue en mi silencio larga cuerda. 
    Anclado al papalote de esta ciudad 
    al aire 
    ¿qué voy a asir de mí 
    qué de la vida 
    de lo que no conozco? 
    Yo tuve una encomienda: 
    vigilar a los gatos de mi vida. 
    Pero los quise libres, alejados del techo y de los muros 
    encendiendo la noche 
    en sus maullidos. 
      
    El humo —desde entonces— también conquistó el viento: 
    primero en las hogueras, después en los carruajes 
    las fábricas 
    los hombres... 
      
    Yo también soy del humo un vástago viajero. 
    Estoy en los durmientes, porque en el sueño tuve 
    convalecencia y fuga: nada más animal que el humo 
    que el hollín, la ceniza... 
    rescoldos de ciudad en ciudad 
    inmolada. 
    Anduve por los bosques de mi mano. 
    Mi amor era un serrucho que todo lo partía. 
    Cuando los ríos de savia colmaron mi antebrazo 
    intuí que ya era tarde 
    para morir a solas. 
    Así que levanté otra enredadera 
    una cerca de trigo, algunos pastizales. 
    Y esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber 
    lo que yo tuve 
    de agua. 
      
    A pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo 
    esta ciudad es casi transparente. 
    Nada más de beberla, los hombres resucitan. 
    Cuando tenía quince años, el río de entre las piedras 
    me fue desconocido. 
    Hoy resuenan las lajas de la lluvia y corro 
    con mis manos en cáliz 
    contenidas 
    por un poco de arena. 
    A la ciudad envuelvo en cuatro alfaidas 
    —mis mareas cardinales— 
    para que, al fin, retorne 
    hasta mi fuente 
    por grietas y acueductos. 
    Mis manos cicatrizan los callos del inicio 
    de ese tocar la piedra y desgajarla 
    humedecer los muros de una mirada 
    triste. 
    No ha nacido la muerte 
    que me impida escudriñar el agua 
    en su entrepierna 
    el levísimo incienso 
    que viene con los pájaros. 
    Mi lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía 
    que no me recobrará su cuerpo de jacinto? 
    Amor: eso es el miedo, el desconcierto 
    en sílabas. 
    Ser pobre es estar solo 
    sin otra alma en el alma en donde guarecernos. 
    Oír caer la lluvia. No mojarnos. 
    Toda el agua es terrible cuando la sed es nula... 
    pero la tierra es tanta que en la muerte nos sobra. 
      
    La ciudad no comienza ni termina con uno. 
    Llegué sobre mis pies: no sé de otra manera 
    de caminar despacio. 
    Sin embargo al marcharme seré un intruso 
    anónimo 
    que se trague la tierra. 
    La luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó 
    a morir sobre sus versos. 
      
    Esta ciudad ya no tiene memoria. 
    El amor se le evade 
    como se fuga el humo de la carne quemada. 
      
    La ciudad es de todos 
    los que no naufragamos. 
    El mar imaginario está en la piel del hombre. 
    El mar está en los ojos: lo que miro regresa 
    se va tras las gaviotas. 
    Las crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima 
    celeste 
    que rompe entre las nubes. 
      
    Entonces Dios existe. 
    Entonces alguien llora: esta vez de alegría 
    porque sigue creciendo 
    lo que mira... 
    porque sigue mirando 
    lo que crece... 
      
    La ciudad es el hombre 
    al que uno siempre vuelve 
    de uno 
    mismo.

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