Míralas. No por mucho que las mires llegarás a convencerte que no son apariencias fantasmales. Surgen de pronto, o no se las ve hasta encontrarlas allá cerca, sin que ellas miren a nadie, sumidas en su existencia como si ésta dependiera de la conciencia atenta, de la voluntad absorta en su propia continuidad. Allá quedan, en un banco de parque, ante una puerta o una esquina, dramáticas, frágiles, risibles, en actitud que sus articulaciones rígidas no son capaces de variar, solas con soledad que ya no quiere ni puede tolerar engaños de la compañía.
No es su cuerpo, si cuerpo puede llamarse aquello, los restos disecados de algo que fue ser humano, lo que en ellas solamente repele. Son también las vestiduras inverosímiles con que se adornan, y que las hacen aparecer como objetos de museo macabro: sombreros desplumados, donde hay cuervos, cintas de basurero; manteletas franjeadas de piel calva; faldas acampanadas, por las que asoma abajo el zapato ganchudo, derrengado como lancha en seco. Todo ello concorde entre sí, componiendo en sus pormenores, guante despicado, bolso con realces de abalorios, el atavío que fue moda hace más de un siglo.
Flota en torno de ellas un aura de fétidos perfumes, como aquel que de un cajón, en mueble cerrado largos años, se exhala ya descompuesto, evocando el tiempo ido, que vuelve, no en recuerdo, sino presencia, irrevocable e inútil. Nadie las conoce, las habla o las acompaña, y vistas así, en la mañana, al atardecer, porque parecen rehuir la luz de pleno día, son imagen del destierro más completo, aquel que no aleja en el espacio sino en el tiempo.
Pudieras creerlas evadidas del trasmundo, traviesas aún, horriblemente pícaras en su rabona lúgubre. Mas cuando cruzas uno de estos pequeños cementerios que aquí suelen tener en torno las iglesias, por los cuales retienen todavía un poco de tierra, unas matas de hierba y el lujo de un nombre las criaturas de siglos atrás, asombrándote de la copiosa suma de años vividos por cada una de ellas, comprendes que estas viejas espectrales bien pudieran resultar seres de quienes la muerte se olvidó. Si no es que la sociedad tradicionalista y empírica, a la cual pertenecen, ha encontrado para ellas remedio definitivo contra la muerte irremediable.