—Dolor: ¡qué callado vienes! ¿Serás el mismo que un día se fue y me dejó en rehenes un joyel de poesía? ¿Por qué la queja retienes? ¿ Por qué tu melancolía no trae ornadas las sienes de rosas de Alejandría? ¿Qué te pasa? ¿Ya no tienes romances de «yoglería», trovas de amor y desdenes, cuentos de milagrería? Dolor: tan callado vienes que ya no te conocía...
Y él, nada dijo. Callado, con el jubón empolvado, y con gesto fosco y duro, vino a sentarse a mi lado, en el rincón más oscuro, frente al fogón apagado. Y tras lento meditar, como en éxtasis de olvido, en aquel mudo penar, nos pusimos a llorar, con un llanto sin rüido...
Fue en junio y a mediodía, bajo el follaje sonoro de un árbol, que parecía gigantesco brazo moro que de la tierra salía para ofrecer su tesoro a la inmensidad del cielo: un verde y flotante velo de luz, tramado de oro.
Yo estaba entre tus brazos. y repentinamente, no sé cómo, en un ángulo de la alcoba sombría, el aire se hizo cuerpo, tomó forma doliente, y era como un callado fantasma que veía.