Fue en junio y a mediodía,
bajo el follaje sonoro
de un árbol, que parecía
gigantesco brazo moro
que de la tierra salía
para ofrecer su tesoro
a la inmensidad del cielo:
un verde y flotante velo
de luz, tramado de oro.
En mi soledad serena
sentí la hora recogida
de un sueño libre de pena,
y exclamé: “La vida es buena.
Qué santa y buena es la vida”.
Y, aprovechando el momento
de un aletazo del viento,
el árbol me dio las gracias
y arrojó sobre mi asiento
un gran puñado de acacias.
Entonces alcé la mano
y el rostro. –Qué pensativo
estaba el jardín. Qué humano
el cielo. Y dije: “Mi hermano,
dadivoso y comprensivo;
estas flores que me arrojas
me dan la pueril confianza
de esconder una esperanza,
como un pájaro, en tus hojas”.
Y una turba de gorriones
pasó gritando: “Poeta,
qué franciscano te pones”.
Y una golondrina inquieta
voló cantando un jocundo
himno al sol. Y, en una fuente,
un hilillo transparente
—voz de milagroso mundo—
con elegancia suprema
recitaba su poema
metafísico y profundo.
Aquel claro mediodía
todo cantaba. Yo, oía.
Y pasaron unos hombres;
dijeron palabras, nombres.
Y yo no los entendía.