Bien está: me río porque es una forma de pudor la risa; pero muy adentro, muy solo, muy mío, un pesar cansado se me vuelve hastío y un último anhelo se me extingue aprisa. Mas no me contemples tan sólo la cara; acerca a mi espíritu —que es vaso pequeño— tu vida, radiante de júbilo, para gustar de la gota de miel de un ensueño. Del juvenil cántico, un eco remoto queda todavía en tal cual epigrama romántico, y en una que otra sutil ironía. Hace tiempo adquirí la destreza de ser frívolo. Ve mi alegría: ¿que de cuando en cuando sale la tristeza en un gesto ambiguo de melancolía? Vivo y basta. Muerdo los frutos amargos de mi otoño, anuncio de un vecino invierno; para mi fastidio los días son largos, ásperas las piedras, y el camino, eterno.
¡Bah! ¡No importa! Deja que alumbre mi paso una intermitente luz de poesía; yo voy como todos, sin rumbo, al acaso... Bebe, y no preguntes si hay hiel en el vaso: ¡Déjame que ría!
Fue en junio y a mediodía, bajo el follaje sonoro de un árbol, que parecía gigantesco brazo moro que de la tierra salía para ofrecer su tesoro a la inmensidad del cielo: un verde y flotante velo de luz, tramado de oro.
Como al fondo del mar baja el buzo en busca de perlas, la inspiración baja a veces al fondo de mis tristezas para recoger estrofas empapadas con mis penas. Y en cada uno de mis versos