Yo estaba entre tus brazos. y repentinamente, no sé cómo, en un ángulo de la alcoba sombría, el aire se hizo cuerpo, tomó forma doliente, y era como un callado fantasma que veía.
Veía, entre el desorden del lecho, la blancura de tu busto marmóreo, descubierto a pedazos; y tus ojos febriles, y tu fuerte y obscura cabellera... y veía que yo estaba en tus brazos.
En el fondo del muro, la humeante bujía, trazando los perfiles de una estampa dantesca, nimbaba por instantes con su azul agonía un viejo reloj, como una ancha faz grotesca.
Con un miedo de niño me incorporé. Ninguna vez, sentí más silencio que en esa noche ingrata. El balcón era un marco de reflejos de luna que prendía en la sombra sus visiones de plata.
Temblé de ansia, de angustia, de sobrecogimiento; y el pavor me hizo al punto comprender que salía y se corporizaba mi propio pensamiento... y era como un callado fantasma que veía.
Los ojos de mi alma se abrieron de repente hacia el pasado, lleno de fútiles historias; y entonces supe cómo tomó forma doliente la más inmensamente triste de mis memorias.
—¿Qué tienes?—me dijiste mirándome lasciva. —¿Yo? Nada...— y nos besamos. Y así, en la noche incierta, lloré, sobre la carne caliente de la viva, con la obsesión helada del cuerpo de la muerta.
Fue en junio y a mediodía, bajo el follaje sonoro de un árbol, que parecía gigantesco brazo moro que de la tierra salía para ofrecer su tesoro a la inmensidad del cielo: un verde y flotante velo de luz, tramado de oro.
Como al fondo del mar baja el buzo en busca de perlas, la inspiración baja a veces al fondo de mis tristezas para recoger estrofas empapadas con mis penas. Y en cada uno de mis versos