Castilla, de Manuel Machado | Poema

    Poema en español
    Castilla

    El ciego sol se estrella 
    en las duras aristas de las armas, 
    llaga de luz los petos y espaldares 
    y flamea en las puntas de las lanzas. 
    El ciego sol, la sed y la fatiga. 
    Por la terrible estepa castellana, 
    al destierro, con doce de los suyos 
    -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga. 

    Cerrado está el mesón a piedra y lodo. 
    Nadie responde… Al pomo de la espada 
    y al cuento de las picas el postigo 
    va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa! 
    A los terribles golpes 
    de eco ronco, una voz pura, de plata 
    y de cristal, responde… Hay una niña 
    muy débil y muy blanca 
    en el umbral. Es toda 
    ojos azules, y en los ojos, lágrimas. 
    Oro pálido nimba 
    su carita curiosa y asustada. 

    Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte, 
    arruinará la casa 
    y sembrará de sal el pobre campo 
    que mi padre trabaja… 
    Idos. El cielo os colme de venturas… 
    ¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada! 

    Calla la niña y llora sin gemido… 
    Un sollozo infantil cruza la escuadra 
    de feroces guerreros, 
    y una voz inflexible grita: ¡En marcha! 
    El ciego sol, la sed y la fatiga… 
    Por la terrible estepa castellana, 
    al destierro, con doce de los suyos 
    -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

    • A Rubén Darío 
       
      La hora cárdena... La tarde 
      los velos se va quitando... 
      El velo de oro..., el de plata. 
      La hora cárdena... 
      «Aún es temprano». 

      «Nada veo sino el polvo 
      del camino...» 
      «Aún es temprano». 

    • Yo, poeta decadente, 
      español del siglo veinte, 
      que los toros he elogiado, 
      y cantado 
      las golfas y el aguardiente..., 
      y la noche de Madrid, 
      y los rincones impuros, 
      y los vicios más oscuros 
      de estos bisnietos del Cid: 
      de tanta canallería 

    • El médico me manda no escribir más. Renuncio, 
      pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio 
      —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, 
      contento de haber sido el vate predilecto 
      de algunas damas y de no pocos galanes, 

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