El ciego sol se estrella en las duras aristas de las armas, llaga de luz los petos y espaldares y flamea en las puntas de las lanzas. El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo. Nadie responde… Al pomo de la espada y al cuento de las picas el postigo va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa! A los terribles golpes de eco ronco, una voz pura, de plata y de cristal, responde… Hay una niña muy débil y muy blanca en el umbral. Es toda ojos azules, y en los ojos, lágrimas. Oro pálido nimba su carita curiosa y asustada.
Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte, arruinará la casa y sembrará de sal el pobre campo que mi padre trabaja… Idos. El cielo os colme de venturas… ¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!
Calla la niña y llora sin gemido… Un sollozo infantil cruza la escuadra de feroces guerreros, y una voz inflexible grita: ¡En marcha! El ciego sol, la sed y la fatiga… Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Yo, poeta decadente, español del siglo veinte, que los toros he elogiado, y cantado las golfas y el aguardiente..., y la noche de Madrid, y los rincones impuros, y los vicios más oscuros de estos bisnietos del Cid: de tanta canallería
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,