¡Qué bonita es la princesa! ¡qué traviesa! ¡qué bonita la princesa pequeñita de los cuadros de Watteau! Yo la miro, ¡yo la admiro, yo la adoro! Si suspira, yo suspiro; si ella llora, también lloro; si ella ríe, río yo.
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,