Rosas son la frescura de los huertos y los labios entreabiertos. Y claveles, los caireles de los trajes andaluces, con sus luces de oro y plata. De los nardos en la mata. La frescura de la tez de Carmen, pura, la blancura de su bata. Las violetas y mosquetas son las gracias que se ocultan. Tulipanes, los que exultan senos llenos de mujer. El oler los jazmines es la noche y los jardines. Del querer es la pena, o la azucena. Y los lindos dondiegos, miramelindos, son cantares con achares y piropos. Y celos los heliotropos. Niñas, vamos, con las flores de mi ramo puesto en agua, el crujido de la enagua y el chasquido de los besos. Mil olores y colores dan mis flores, que enamoran. También llevo de esas flores que devoran.
Largas tardes campestres; alamedas rosadas; aire delgado que el aroma apenas sostiene de la acacia; huerto, pinar... Llanuras de oro viejo, azul de la montaña... Esquilas del arambre y balido, sin fin, de la majada, en el silencio claro...
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,