Rosas son la frescura de los huertos y los labios entreabiertos. Y claveles, los caireles de los trajes andaluces, con sus luces de oro y plata. De los nardos en la mata. La frescura de la tez de Carmen, pura, la blancura de su bata. Las violetas y mosquetas son las gracias que se ocultan. Tulipanes, los que exultan senos llenos de mujer. El oler los jazmines es la noche y los jardines. Del querer es la pena, o la azucena. Y los lindos dondiegos, miramelindos, son cantares con achares y piropos. Y celos los heliotropos. Niñas, vamos, con las flores de mi ramo puesto en agua, el crujido de la enagua y el chasquido de los besos. Mil olores y colores dan mis flores, que enamoran. También llevo de esas flores que devoran.
¡Qué bonita es la princesa! ¡qué traviesa! ¡qué bonita la princesa pequeñita de los cuadros de Watteau! Yo la miro, ¡yo la admiro, yo la adoro! Si suspira, yo suspiro; si ella llora, también lloro; si ella ríe, río yo.
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,