¡Oh, el sotto voce balbuciente, oscuro, de la primer lujuria!... ¡Oh, la delicia del beso adolescente, casi puro!... ¡Oh, el no saber de la primer caricia!...
¡Despertarse de amor entre cantares y humedad del jardín, llanto sin pena, divina enfermedad que el alma llena, primera mancha de los azahares!...
Ángel, niño, mujer.... Los sensuales ojos adormilados y anegados en inauditas savias incipientes...
¡Y los rostros de almendra, virginales, como flores al sol aurirrosados, en los campos de mayo sonrientes!
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,