Largas tardes campestres; alamedas rosadas; aire delgado que el aroma apenas sostiene de la acacia; huerto, pinar... Llanuras de oro viejo, azul de la montaña... Esquilas del arambre y balido, sin fin, de la majada, en el silencio claro... ¡Adiós, adiós! ¡Que la ciudad me llama!
Maravillosa noche estremecida por el rumor del agua y el fulgor de los astros —imán de la mirada perdida en lo insondable de la eterna pregunta—. (El grillo canta, corre la estrella, el aire suspira entre las ramas). Sueño tranquilo y sano, velado por las plantas humildes de la tierra y por el bravo eucalipto que asoma a mi ventana... Noche de paz y de salud y sueño... ¡Adiós, adiós! ¡Que la ciudad me llama!
Allegro matinal, tímida gloria y milagro de nácar, a las corolas risa, trino a las aves y delicia del alma, aire en las sienes, despertar, eterna juventud —¡oh mañana que abres los ojos y las rosas!—, dulce y poderosa gracia... Mañana de mi huerto, suave y pura... ¡Adiós, adiós! ¡Que la ciudad me llama!
¡Me llama la ciudad —que ignora el cielo y la tierra y el agua y el sol y las estrellas—, febril y jadeante, apresurada, con su aliento mefítico, y su llanto y sus máquinas, sonora de metales infecta de palabras!
¡Qué bonita es la princesa! ¡qué traviesa! ¡qué bonita la princesa pequeñita de los cuadros de Watteau! Yo la miro, ¡yo la admiro, yo la adoro! Si suspira, yo suspiro; si ella llora, también lloro; si ella ríe, río yo.
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,