Casida del odio, de Mario Bojórquez | Poema

    Poema en español
    Casida del odio

       I 


    Todos tenemos una partícula de odio 
    un leve filamento dorando azul el día 
    en un oscuro lecho de magnolias. 



       II 


    Todos 
    tenemos una partícula de odio macerando sus jugos, 
    enmarcando su alegre floración, su fruta lánguida. 
    ¿Pero qué mares 
    ay, qué mares, qué abismos tempestuosos golpean 
    contra el pecho y en lugar de sonrisas abren garras 
    colmillos? 
    Levanta el mar su enagua florecida, debajo de su piel va 
    creciendo una ola dispersada en su vacua intrepidez 
    elástica. 
    Levanta el mar su odio y el estruendo se agita contra los 
    muros célibes del agua y atrás y más atrás viene otra ola, 
    otro fermento, otra forma secreta que el mar le da a su 
    odio, 
    se expande sábana de espuma, se alza torre tachonada de 
    urgencias; es monumento en agua de la furia sin freno. 



       III 


    Todos tenemos 
    una partícula de odio 
    y cuando el hierro arde en los flancos marcados 
    y se siente el olor de la carne quemada 
    hay un grito tan hondo, una máscara en fuego 
    que incendia las palabras. 



       IV 


    Todos tenemos una 
    partícula de odio. 
    Y nuestros corazones 
    que fueron hechos para albergar amor 
    retuercen hoy los músculos, bombean 
    los jugos desesperados de la ira. 
    Y nuestros corazones 
    otro tiempo tan plenos 
    contraen cada fibra 
    y explotan. 



       V 


    Todos tenemos una partícula 
    de odio 
    un alto fuego quemándonos por dentro 
    una pica letal que orada nuestros órganos. 
    Sí, porque donde antes hubo 
    sangre caliente, floraciones de huesos explosivos, 
    médula sin carcoma, 
    empecinadamente, tercamente, 
    nos va creciendo el odio con su lengua escaldada 
    por el vinagre atroz del sinsentido. 



       VI 


    Todos tenemos una partícula de 
    odio 
    y cuando el índice se agita señalando con fuego, 
    cuando imprime en el aire su marca de lo infame, 
    cuando se erecta pleno falange por falange, 
    ¡Ah! qué lluvia de ácidos reproches, 
    qué arduos continentes se contraen. 
    El gesto, el ademán, la mueca, 
    el dedo acusativo 
    y la uña, 
    ¡ay! la uña, 
    corva rodela hincándose en el pecho. 



       VII 


    Todos tenemos algo que reprocharle al mundo 
    su inexacta porción de placer y de melancolía 
    su pausada, enojosa, virtud de quedar más allá 
    en otra parte 
    donde nuestras manos se cierran con estruendo aferradas 
    al aire de la desilusión; su también, por qué no, circunstancia 
    de borde, de extrema lasitud, de abismo ciego; su 
    inoportunidad, sus prisas 



       VIII 


    Todos tenemos algo que decir de los demás 
    y nos callamos. 
    Pero siempre detrás de la sonrisa 
    de los dientes felices, perfectos y blanquísimos 
    en sueños destrozamos rostros, cuerpos, ciudades. 
    Nadie podrá jamás contener nuestra furia. 
    Somos los asesinos sonrientes, los incendiarios, 
    los verdugos amables. 



    (CODA) 



    En alguna parte de nuestro cuerpo 
    hay una alarma súbita, 
    un termostato alerta enviando sus pulsiones, 
    algo que dice: 
    ahora 
    y sentimos la sangre contaminada y honda a punto de 
    saltarse por los ojos, las mandíbulas truenan y mascan 
    bocanadas de aire envenenado y la espina dorsal, choque eléctrico, 
    piano destrozado y molido por un hacha y los vellos, las barbas y 
    el escroto, se erizan puercoespín y las manos se hinchan 
    de amoratadas venas, el cuerpo se sacude, convulsiones 
    violentas y todo dura sólo, apenas, un segundo y una última ola 
    de sangre oxigenada nos regresa la calma. 

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