Campo nuestro, de Oliverio Girondo | Poema

    Poema en español
    Campo nuestro

    Este campo fue mar 
    de sal y espuma. 
    Hoy oleaje de ovejas, 
    voz de avena. 

    Más que tierra eres cielo, 
    campo nuestro. 
    Puro cielo sereno... 
    Puro cielo. 

    ¿De tu origen marino no conservas 
    más caracol que el nido del hornero? 

    No olvides que el azar hinchó sus velas 
    y a través de otra mar dio en tus riberas. 

    Ante el sobrio semblante de tus llanos 
    se arrancó la golilla el castellano. 

    Tienes, campo, los huesos que mereces: 
    grandes vértebras simples e inocentes, 
    tibias rudimentarias, 
    informes maxilares que atestiguan 
    tu vida milenaria; 
    y sin embargo, campo, no se advierte 
    ni una arruga en tu frente. 

    Ya sólo es un silencio emocionado 
    tu herbosa voz de mar desagotado. 

    ¡Qué cordial es la mano de este campo! 

    Sobre tu tersa palma distendida 
    ¡quién pudiese rastrear alguna huella 
    que revelara el rumbo de su vida! 

    Tus mismos cardos, campo, se estremecen 
    al presentir la aurora que mereces. 

    Une al don de tu pan y de tu mano 
    el de darle candor a nuestro canto. 

    ¿Oyes, campo, ese ritmo? 
    ¡Si fuera el mío!... 
    sin vocablos ni voz te expresaría 
    al galope tendido. 

    Estas pobres palabras 
    ¡qué mal te quedan! 
    Pero qué quieres, campo, 
    no soy caballo 
    y jamás las diría 
    si tú me oyeras. 

    Por algo ante el apremio de nombrarte 
    he preferido siempre galoparte. 

    Ritmo, calma, silencio, lejanía... 
    hasta volverte, campo, melodía. 

    Sólo el viento merece acompañarte. 

    ¿No podrá ni mentarse tu presencia 
    sin que te duela, campo, la modestia? 

    Eres tan claro y limpio y sin dobleces 
    que el vuelo de una nube te ensombrece. 

    ¡Hasta las sombras, campo, no dan nunca 
    ni el más leve traspiés en tu llanura! 

    ¿Cómo lograste, campo tan benigno, 
    asistir a los cruentos cataclismos 
    que describen tus nubes 
    y ver morir flameantes continentes, 
    inaugurarse mares, 
    donde jóvenes islas recalaban 
    en bahías de fuego, 
    con el vivo y remoto dramatismo 
    que recuerdan tus cielos? 

    Al galoparte, campo, te he sentido 
    cada vez menos campo y más latido. 

    Tenso y redondo y manso, 
    como un grávido vientre 
    virgen campo yacente. 

    Sin rubores, ni gestos excesivos, 
    —acaso un poco triste y resignada— 
    con el mismo candor que usan tus chinas 
    y reprimiendo, campo, su ternura, 
    —más allá del bañado, entre las parvas— 
    se te entrega la tarde ensimismada. 

    Pasan las nubes, pasan 
    —¿Quién las arrea?— 
    tobianas, malacaras, 
    overas, bayas; 
    pero toditas llevan, 
    campo, tu marca. 

    Dime, campo tendido cara al cielo, 
    ¿esas nubes son hijas de tu sueño?... 

    ¡Cómo no han de llorarte las tropillas 
    de tus nubes tordillas 
    al otear, desde el cielo, esas praderas 
    y sentir la nostalgia de sus yerbas! 

    Lo que prefiero, campo, es tu llaneza. 

    Ya sé que tierra adentro eres de piedra, 
    como también de piedra son tus cielos, 
    y hasta esas pobres sombras que se hospedan 
    en tus valles de piedra; 
    pero al pensarte, campo, sólo veo, 
    en vez de esas quebradas minerales 
    donde espectros de muías se alimentan 
    con las más tiernas piedras, 
    una inmensa llanura de silencio, 
    que abanican, con calma, tus haciendas. 

    En lo alto de esas cumbres agobiantes 
    hallaremos laderas y peñascos, 
    donde yacen metales, momias de alga, 
    peces cristalizados; 
    peto jamás la extensa certidumbre 
    de que antes de humillarnos para siempre, 
    has preferido, campo, el ascetismo 
    de negarte a ti mismo. 

    Fuiste viva presencia o fiel memoria 
    desde mi más remota prehistoria. 

    Mucho antes de intimar con los palotes 
    mi amistad te abrazaba en cada poste. 

    Chapaleando en el cielo de tus charcos 
    me rocé con tus ranas y tus astros. 

    Junto con tu recuerdo se aproxima 
    el relente a distancia y pasto herido 
    con que impregnas las botas... la fatiga. 

    Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido? 
    hasta encontrarlo dentro de uno mismo. 

    Siempre volvemos, campo, 
    de tus tardes con un lucero humeante... 
    entre los labios. 

    Una tarde, en el mar, tú me llamaste, 
    pero en vez de tu escueta reciedumbre 
    pasaba ante la borda un campo equívoco 
    de andares voluptuosos y evasivos. 

    Me llamaste, otra vez, con voz de madre 
    y en tu silencio sólo hallé una vaca 
    junto a un charco de luna arrodillada; 
    arrodillada, campo, ante tu nada. 

    Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo, 
    te me vas, despacito, para adentro... 
    al trote corto, campo, al trotecito. 

    Aunque me ignores, campo, soy tu amigo. 

    Entra y descansa, campo. Desensilla. 
    Deja de ser eterna lejanía. 

    Cuanto más te repito y te repito 
    quisiera repetirte al infinito. 

    Nunca permitas, campo, que se agote 
    nuestra sed de horizonte y de galope. 

    Templa mis nervios, campo ilimitado, 
    al recio diapasón del alambrado. 

    Aquí mi soledad. Esta mi mano. 
    Dondequiera que vayas te acompaño. 

    Si no hubieras andado siempre solo 
    ¿todavía tendrías voz de toro? 

    Tu soledad, tu soledad... ¡la mía! 
    Un sorbo tras el otro, noche y día, 
    como si fuera, campo, mate amargo. 

    A veces soledad, otras silencio, 
    pero ante todo, campo: padre-nuestro. 

    “No eres más que una vaca —dije un día— 
    con un millón de ubres maternales”... 
    sin recordar —¡perdona!— que enarbolas 
    entre el lírico arranque de tus cuernos 
    un gran nido de hornero. 

    “Si no tiene relieve, ni contornos. 
    Nada que lo limite, que lo encuadre; 
    allí... a las cansadas, un arroyo, 
    quizás una lomada...” 
    seguirán —¡perdonadlos!— murmurando, 
    aunque tu inmensa nada lo sea todo. 

    Comprendo, campo adusto, que sonrías 
    cuando sólo te habitan las espigas. 

    Aunque no sueñen más que en esquilmarte 
    e ignoren el sabor de tus raíces, 
    el rumbo de tus pájaros, 
    nunca te niegues, pampa, a abrir los brazos. 
    Has de ser para todos campo santo. 

    Al verte cada vez más cultivado 
    olvidan que tenías piel de puma 
    y fuiste, hasta hace poco, campo bravo. 

    No te me quejes, campo desollado. 
    Cubierto de rasguños y de espinas 
    —después de costalar entre tus cardos— 
    anduve yo también desamparado, 
    con un dolor caballo en las costillas. 

    Recuerda que tus nubes se desangran 
    sin decir, campo macho, ni palabra. 

    Son tan grandes tus noches, que avergüenzan. 

    Si los grillos dejasen de apretarle 
    una sola clavija a tu silencio, 
    ¿alcanzarías, campo, el delirante 
    y agudo diapasón de las estrellas? 

    Hasta la oscura voz de tus pantanos 
    da fervor a tu sacro canto llano. 

    ¡Qué buenos confesores son tus sapos! 

    Nada logra expresar, campo nocturno, 
    tu inmensa soledad desamparada 
    como el presentimiento que ensombrece 
    el insomne mugir de tus manadas. 

    Vierte, campo, sin tregua, en nuestras 
    venas la destilada luz de tus estrellas. 

    Tu santa luna, campo solitario, 
    convierte nuestro pecho en un hostiario. 

    Déjanos comulgar con tu llanura... 
    Danos, campo eucarístico, tu luna. 

    ¿A qué sabrán tus pastos 
    cuando logren, por fin, domesticarte 
    y en vez de campo potro desbocado 
    te transformes en campo endomingado? 

    Cómo ríen tus sapos, tus maizales, 
    con dientes de potrillo, 
    del candor con que todas tus ciudades, 
    no bien salen del horno, 
    ya ostentan capiteles, frontispicios, 
    y arquitrabes postizos. 

    Sólo soportas, campo, los aleros 
    que aconsejan vivir como el hornero. 

    Te llevé de la mano 
    hacia aldeas y rutas patinadas 
    por leyendas doradas; 
    pero tú sonreías, campo niño, 
    y yo junto contigo... 
    siempre, siempre contigo 
    campo recién nacido. 

    Tantos viejos modales resobados 
    y tanta historia 
    con tantas mezquindades, 
    desde la ausencia, campo, musitaban 
    tus ingenuos yuyales. 

    —¡Qué tierras sin aliento! —balbuceabas—. 
    Sólo produce muertos... 
    grandes muertos insomnes y locuaces 
    que en vez de reposar y ser olvido 
    desertan de sus tumbas, vociferan, 
    en cada encrucijada, 
    en cada piedra. 
    Los míos, por lo menos, son modestos. 
    No incomodan a nadie. 

    Y el eco de tu voz, entre las ruinas: 
    “Dadle muerte a esos muertos”, repetía. 

    ¿Dónde apoyarnos, campo? 
    ¡Ni una piedra! 
    Nada que indique el rumbo de tus huellas. 
    Persiste, campo nada, en acercarnos 
    la ocasión de perdernos... o encontrarnos. 

    Gracias, campo, por ser tan despoblado 
    y limpito de muertos, 
    que admites arriesgar cualquier postura 
    sin pedirle permiso a los espectros. 

    Muchas gracias por crearnos una muerte 
    de tu mismo tamaño y tan perfecta 
    que no deja ni el rastro de una huella. 

    Y mil gracias por darnos la certeza 
    de poder galopar toda una vida 
    sin hallar otra muerte que la nuestra. 

    Con sólo descansar sobre tu suelo 
    ya nos sentimos, campo, en pleno cielo. 

    —”¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?” 
    —”En mí perduraría tu presencia.” 

    Espera, campo, espera. 
    No me llames. 
    ¿Por qué esa voz tan negra, 
    campo madre? 

    —”¿Es tu silencio mar quien me reclama?” 
    —”Ven a dormir a orillas de mi calma.” 

    Tú que estás en los cielos, campo nuestro. 
    Ante ti se arrodilla mi silencio.