Es la baba. Su baba. La efervescente baba. La baba hedionda, cáustica; la negra baba rancia que babea esta especie babosa de alimañas por sus rumiantes labios carcomidos, por sus pupilas de ostra putrefacta, por sus turbias vejigas empedradas de cálculos, por sus viejos ombligos de regatón gastado, por sus jorobas llenas de intereses compuestos, de acciones usurarias; la pestilente baba, la baba doctorada, que avergüenza la felpa de las bancas con dieta y otras muelles poltronas no menos escupidas. La baba tartamuda, adhesiva, viscosa, que impregna las paredes tapizadas de corcho y contempla el desastre a través del bolsillo. La baba disolvente. La agria baba oxidada. La baba. ¡Sí! Es su baba... lo que herrumbra las horas, lo que pervierte el aire, el papel, los metales; lo que infecta el cansancio, los ojos, la inocencia, con sus vermes de asco, con sus virus de hastío, de idiotez, de ceguera, de mezquindad, de muerte.
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
Lo palpable lo mórbido el conco fondo ardido los tanturbios las tensas sondas hondas los reflujos las ondas de la carne y sus pistilos núbiles contráctiles y sus anexos nidos los languiformes férvidos subsobornos innúmeros del tacto su mosto azul desnudo