Juerga, de Oliverio Girondo | Poema

    Poema en español
    Juerga

    A D. Eugenio d‘Ors 
     
    Los frescos pintados en la pared 
    transforman el “Salón Reservado” 
    en una “Plaza de Toros”, donde el suelo 
    tiene la consistencia y el color de la “arena”: 
    gracias a que todas las noches 
    se riega la tierra con jerez. 

    Jinetes en sillas esqueletosas, 
    tufos planchados con saliva, 
    una estrella clavada en la corbata, 
    otra en el dedo meñique, 
    los tertulianos exigen que el “cantaor” 
    lamente el retardo de las mujeres 
    con ¡aves! que lo retuercen 
    en calambres de indigestión. 

    De pronto, 
    en un sobresalto de pavor, 
    la cortina deja pasar seis senos 
    que aportan tres “mamás”. 

    Los párpados como dos castañuelas, 
    las pupilas como dos cajas de betún, 
    negro el pelo, 
    negras las pestañas 
    y las extremidades de las uñas, 
    las siguen cuatro “niñas”, que al entrar, 
    provocan una descarga de ¡oles! 
    que desmaya a las ratas que transitan el corredor. 

    La servilleta a guisa de “capote”, 
    el camarero lidia el humo de los cigarros 
    y la voracidad de la clientela, 
    con “pases” y chuletas “al natural”, 
    o “entra” a “colocar” el sacacorchos 
    como “pone” su vara un picador. 

    Abroqueladas en armaduras medioevales, 
    en el casco flamea la bandera de España, 
    las botellas de manzanilla 
    se agotan al combatir a los chorizos 
    que mugen en los estómagos, 
    o sangran en los platos 
    como toros lidiados. 

    Previa autorización de las “mamás”, 
    las “niñas” van a sentarse 
    sobre las rodillas de los hombres, 
    para cambiar un beso por un duro, 
    mientras el “cantaor”, 
    muslos de rana 
    embutidos en fundas de paraguas, 
    tartamudea una copla 
    que lo desinfla nueve kilos. 

    Los brazos en alto, 
    desnudas las axilas, 
    así dan un pregusto de sus intimidades, 
    las “niñas” menean, luego, las caderas 
    como si alguien se las hiciera dar vueltas por adentro, 
    y en húmedas sonrisas de extenuación, 
    describen con sus pupilas 
    las parabólicas trayectorias de un espasmo, 
    que hace gruñir de deseo 
    hasta a los espectadores pintados en la pared. 

    Después de semejante simulacro 
    ya nadie tiene fuerza ni para hacer rodar 
    las bolitas de pan, ensombrecidas, 
    entre las yemas de los dedos. 

    Poco a poco, la luz aséptica de la mañana 
    agrava los ayes del “cantaor” 
    hasta identificar 
    la palidez trasnochada de los rostros 
    con la angustiosa resignación 
    de una clientela de dentista. 

    Se oye el “klaxon” que el sueño hace sonar 
    en las jetas de las “mamás”, 
    los suspiros del “cantaor” 
    que abraza en la guitarra 
    una nostalgia de mujer, 
    los cachetazos con que las “niñas” 
    persuaden a los machos 
    que no hay nada que hacer 
    sino dejarlas en su casa, 
    y sepultarse en la abstinencia 
    de las camas heladas.