A D. Eugenio d‘Ors 
 
Los frescos pintados en la pared 
transforman el “Salón Reservado” 
en una “Plaza de Toros”, donde el suelo 
tiene la consistencia y el color de la “arena”: 
gracias a que todas las noches 
se riega la tierra con jerez. 
Jinetes en sillas esqueletosas, 
tufos planchados con saliva, 
una estrella clavada en la corbata, 
otra en el dedo meñique, 
los tertulianos exigen que el “cantaor” 
lamente el retardo de las mujeres 
con ¡aves! que lo retuercen 
en calambres de indigestión. 
De pronto, 
en un sobresalto de pavor, 
la cortina deja pasar seis senos 
que aportan tres “mamás”. 
Los párpados como dos castañuelas, 
las pupilas como dos cajas de betún, 
negro el pelo, 
negras las pestañas 
y las extremidades de las uñas, 
las siguen cuatro “niñas”, que al entrar, 
provocan una descarga de ¡oles! 
que desmaya a las ratas que transitan el corredor. 
La servilleta a guisa de “capote”, 
el camarero lidia el humo de los cigarros 
y la voracidad de la clientela, 
con “pases” y chuletas “al natural”, 
o “entra” a “colocar” el sacacorchos 
como “pone” su vara un picador. 
Abroqueladas en armaduras medioevales, 
en el casco flamea la bandera de España, 
las botellas de manzanilla 
se agotan al combatir a los chorizos 
que mugen en los estómagos, 
o sangran en los platos 
como toros lidiados. 
Previa autorización de las “mamás”, 
las “niñas” van a sentarse 
sobre las rodillas de los hombres, 
para cambiar un beso por un duro, 
mientras el “cantaor”, 
muslos de rana 
embutidos en fundas de paraguas, 
tartamudea una copla 
que lo desinfla nueve kilos. 
Los brazos en alto, 
desnudas las axilas, 
así dan un pregusto de sus intimidades, 
las “niñas” menean, luego, las caderas 
como si alguien se las hiciera dar vueltas por adentro, 
y en húmedas sonrisas de extenuación, 
describen con sus pupilas 
las parabólicas trayectorias de un espasmo, 
que hace gruñir de deseo 
hasta a los espectadores pintados en la pared. 
Después de semejante simulacro 
ya nadie tiene fuerza ni para hacer rodar 
las bolitas de pan, ensombrecidas, 
entre las yemas de los dedos. 
Poco a poco, la luz aséptica de la mañana 
agrava los ayes del “cantaor” 
hasta identificar 
la palidez trasnochada de los rostros 
con la angustiosa resignación 
de una clientela de dentista. 
Se oye el “klaxon” que el sueño hace sonar 
en las jetas de las “mamás”, 
los suspiros del “cantaor” 
que abraza en la guitarra 
una nostalgia de mujer, 
los cachetazos con que las “niñas” 
persuaden a los machos 
que no hay nada que hacer 
sino dejarlas en su casa, 
y sepultarse en la abstinencia 
de las camas heladas.