Amo en ti lo que en otros hubiera despreciado: tus pasos algo tardos, tus pies casi pesados; tu cabeza inclinada hacia la frente; tu madurez, y tu cansancio. Amo el gesto de tus labios, tus sonrisas, trago a trago. Tu traje también lo amo: es tu presencia; sus arrugas son la marca de tus luchas. Tus zapatos son un signo de mi espera, cuando van tristemente hacia tus calles. ¿Por qué tienes las manos desatadas? ¿Quieres llevar la frente levantada y estar firme, y regresar a tu voz hoy, y mañana, con la misma palabra decantada? Te hallarías inundado de fango, enturbiadas tus manos, y los hombros agobiados de pronto por un peso acerbo tan intenso que te arrastraría encadenado hacia los años venideros. Un sabor cáustico de acíbar purifica mis labios. Tengo envenenada la garganta. Gritaría con rabia, tumbaría mis puertas, mis techos, mis aldabas, destruiría sin conciencia mi casa y tu casa, para romper las ataduras de tu alianza. Pero sería la derrota de lo que vale adentro, y estarías empequeñecido por ti frente a tus ojos, débil para la lucha de los odios no tan grande, no tan fiero, no tan alto, cuando tu cruz se levante sobre el altar de tus años.
Amo en ti lo que en otros hubiera despreciado: tus pasos algo tardos, tus pies casi pesados; tu cabeza inclinada hacia la frente; tu madurez, y tu cansancio. Amo el gesto de tus labios, tus sonrisas, trago a trago.
Yo soy él, el mundo, el de eclipses y fulgores el inmenso, el pequeño. Ha llegado la hora en que se guía el carruaje, en que se derriba el muro, y sobre el agua en que transita el navío, el náufrago y el pez,