A la muerte, de Pedro Calderón de la Barca | Poema

    Poema en español
    A la muerte

    Sola esta vez quisiera, 
    bellísima Amarili, me escucharas, 
    no por ser la postrera 
    que he de cantar afectos suspendidos, 
    sino porque mi voz de ti confía 
    que esta vez se merezca a tus oídos 
    por lastimosa, ya que no por mía. 

    No tanto liras hoy, endechas canto; 
    no celebro hermosuras, 
    porque hermosuras lloro; 
    quien tanto siente que se atreva a tanto, 
    si hay alas mal seguras 
    que deban a su vuelo esferas de oro 
    sin pagar a su vuelo ondas de llanto. 

    ¡Ay, Amarili!, a cuánto 
    se dispuso el afecto enternecido, 
    mas si el afecto ha sido 
    dueño de tanto efecto, 
    enmudezca el dolor, hable el afecto; 
    si pudo enmudecer o si hablar pudo 
    retórico dolor y afecto mudo. 

    ¿Diré que el cierzo airado, 
    verde ladrón del prado, 
    robó el clavel y mal logró la rosa? 
    Mas no, porque era Nise más hermosa. 
    ¿Diré que obscura nube, 
    nocturna garza que a los cielos sube, 
    borró el lucero, deslució la estrella? 
    No, porque era más bella. 

    ¿Diré que niebla parda 
    la vanidad del sol tanto acobarda 
    que muere al primer paso 
    y el oriente tropieza en el ocaso 
    mintiéndonos el día? 
    No, porque Nise más que sol ardía. 

    ¿Diré que el mar violento 
    hidrópico bebió, bebió sediento, 
    la fuentecilla fría 
    que en su orilla nacía, 
    siendo cuna y sepulcro, vida y muerte? 
    Mas no, que en Nise más beldad se advierte. 

    ¿Diré que rayo libre, 
    ya fleche sierpes, ya culebras vibre, 
    en cenizas desate el edificio 
    que en los brazos del viento nos da indicio 
    de que en sus hombros el zafir estriba? 
    Mas no, que aún era Nise más altiva. 

    ¿Pues qué diré que mi dolor avise? 
    Diré que murió Nise. 
    Sí, pues murió con ella 
    deshecha flor, desvanecida estrella, 
    día abortado, mal lograda fuente, 
    y torre antes caduca que eminente, 
    fingiéndose la muerte en un desmayo 
    el cierzo, niebla, nube, mar y rayo. 

    Nise murió. Dura pensión del hado 
    que no tenga en el mundo la belleza, 
    por belleza siquiera, algún sagrado. 
    Nise murió. ¡Qué asombro! ¡Qué tristeza! 
    ¡Oh ley del hado dura, 
    decretado rigor, fatal violencia, 
    que no tenga en el mundo la hermosura, 
    por hermosura, alguna preeminencia! 

    Nise murió. ¡Qué extraña desventura 
    que no goce el ingenio por divino 
    privilegio en las cortes del destino! 
    Todos a su despecho, 
    a mayor majestad rindan el pecho; 
    el pecho, en esta ley determinado, 
    tercera vez dura pensión del hado. 

    A tres Gracias tres Parcas combatieron, 
    y las Gracias vencieron, 
    que su rigor a profanar no atreve 
    tanta luz, tanta rosa, tanta nieve. 

    Y aunque Nise quedó muerta y rendida, 
    dejó despierta en su beldad la vida; 
    y así las Parcas lágrimas lloraron, 
    las Parcas su sepulcro acompañaron, 
    esfera breve donde 
    la luz se eclipsa, el esplendor se esconde. 

    A cuya sepultura 
    un mármol consagraron que dijera: 
    «Aquí debajo de esta losa dura 
    la hermosura naciera, 
    si naciera sembrada la hermosura». 

    Pero siga el consuelo 
    al llanto, a la tristeza, a la alegría; 
    corra la niebla el velo 
    y a la noche suceda alegre el día. 

    La noche muestre ya la estrella hermosa, 
    llama el Aura el clavel, bebe la rosa, 
    pues Nise coronada 
    de nueva luz, la Nise laureada, 
    la adama el sol, y en trono de diamante 
    está pisando estrellas, 
    imagen ya de aquellas luces bellas, 
    carácter ya de aquellos otros puros 
    que bordan paralelos y coluros. 

    Y tú, hermosa Amarili, el sentimiento 
    trueca en gusto, en invidia el escarmiento, 
    pues la tierra sabiendo que tenía 
    dos soles, y uno apenas merecía, 
    liberal con el cielo 
    quiso partir y te dejó en el suelo 
    a ti, porque más bella 
    fénix ya del amor, venzas aquella 
    competencia dichosa, 
    pues ya sola en el mundo eres hermosa. 

    Pedro Calderón de la Barca nació el 17 de enero de 1600 en Madrid. De familia de hidalgos, su padre era secretario del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda. Comenzó su formación en 1605 en Valladolid, donde la familia se había trasladado al encontrarse allí la Corte. En 1608 su padre decidió que ingresara en el Colegio Imperial de los jesuitas de Madrid, donde estuvo hasta 1613. Continuó estudios en la Universidad de Alcalá de Henares y más tarde pasó a la Universidad de Salamanca. Sin embargo, no se ordenó religioso, tal y como había deseado su padre. En cambio, se decantó por la vida militar y tomó parte en varias campañas militares al servicio del duque del Infantado en Flandes y en el norte de Italia durante 1623 y 1625. Su primera comedia conocida, Amor, honor y poder, se estrenó en Madrid en 1623 con motivo de la visita del príncipe de Gales. A su regreso de la guerra continuó escribiendo y representando dramas en la capital del reino. Lo cierto es que durante sus años mozos estuvo envuelto en varias pendencias y en broncas a causa del juego, como la violación de la clausura del Convento de las Trinitarias de Madrid en el que irrumpió persiguiendo a un rival, hecho que le ganó la enemistad de otro grande como Lope de Vega, cuya hija moraba entre aquellos muros. El éxito de sus comedias le granjeó el favor del monarca Felipe IV, quien le encargó numerosas obras para los teatros de la Corte, como El mayor encanto, amor, que inauguró el Coliseo del Palacio del Buen Retiro en 1635. Fueron años de gran prestigio, con obras como La dama duende y El príncipe constante (1629), Casa con dos puertas mala es de guardar (1632), El médico de su honra (1635), La vida es sueño (1636), No hay burlas con el amor y El mágico prodigioso (1637) o El alcalde de Zalamea (1640). En 1651 se ordenó sacerdote y dos años después obtuvo la capellanía de la catedral de Toledo. Continuó escribiendo dramas y comedias, pero las obras sacramentales ocuparon un lugar preponderante en su producción desde entonces, como es el caso de El gran teatro del mundo (1655). El rey le impuso el hábito de Santiago y le nombró su capellán personal. Tuvo una larga vida que se apagó el 25 de mayo de 1681 en la ciudad que lo vio nacer.