El tuzaní de la alpujarra o Amar después de la muerte, de Pedro Calderón de la Barca - Hiru Argitaletxea

El dramaturgo, en una opción estética e ideológica radical, descarta la solución cómoda de que la justicia militar castigue a Garcés como autor de un asesinato, lo que salvaría la responsabilidad de las tropas de castigo. En un desenlace desengañado, apoyado por la coincidencia de Lope de Figueroa, personaje común aquí y en El alcalde de Zalamea, son Pedro Crespo y Álvaro Tuzaní los que implantan su justicia personal, ante la evidencia de que la justicia militar es un contrasentido, una vez expuesta la conducta de las tropas dedicadas al saqueo y al pillaje. Con estos antecedentes no es de extrañar que El Tuzaní de la Alpujarra hubiera sido sutilmente retirada del canon representable de Calderón, que los censores dieciochescos organizaron con la vista puesta en el Bien Común del súbdito. Tampoco es de extrañar que los pseudointelectuales de los distintos regímenes dictatoriales de la Península hayan renunciado a enfrentarse a los contenidos de esta obra y al replanteamiento de lo que su estética y su ideología suponen para la historia del teatro hispánico y del pensamiento crítico. Es comprensible que un Menéndez y Pelayo, muy poco afín a Calderón, se sintiera incómodo con obras como ésta, que sólo muy recientemente han sido rescatadas en toda su complejidad crítica por estudiosos como José Alcalá-Zamora, Antonio Regalado, Juan Goytisolo o Manuel Ruiz Lagos. Obviamente, la obra sí ha interesado a los estudiosos de la contienda civil entre cristianos y moriscos, como Garrad, Bouzineb, Cardaillac o Kamen. Pero, y conviene insistir en esto, El Tuzaní de la Alpujarra es obra importante para la Historia de las Ideas Estéticas y para la Historia del Teatro Peninsular, ya que nos permite revisar los aspectos más conflictivos de nuestra historia y nos permite también comprobar cómo la altura estética está condicionada por la capacidad para trascender las anécdotas y para ofrecer conflictos que nos hablen de entidades culturales complejas a través de historias de personajes que van más allá de las anécdotas en las que están implicados.
Hiru Argitaletxea
Tapa blanda
193 x 120 mm
148 páginas
848975358X
9788489753587

Pedro Calderón de la Barca nació el 17 de enero de 1600 en Madrid. De familia de hidalgos, su padre era secretario del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda. Comenzó su formación en 1605 en Valladolid, donde la familia se había trasladado al encontrarse allí la Corte. En 1608 su padre decidió que ingresara en el Colegio Imperial de los jesuitas de Madrid, donde estuvo hasta 1613. Continuó estudios en la Universidad de Alcalá de Henares y más tarde pasó a la Universidad de Salamanca. Sin embargo, no se ordenó religioso, tal y como había deseado su padre. En cambio, se decantó por la vida militar y tomó parte en varias campañas militares al servicio del duque del Infantado en Flandes y en el norte de Italia durante 1623 y 1625. Su primera comedia conocida, Amor, honor y poder, se estrenó en Madrid en 1623 con motivo de la visita del príncipe de Gales. A su regreso de la guerra continuó escribiendo y representando dramas en la capital del reino. Lo cierto es que durante sus años mozos estuvo envuelto en varias pendencias y en broncas a causa del juego, como la violación de la clausura del Convento de las Trinitarias de Madrid en el que irrumpió persiguiendo a un rival, hecho que le ganó la enemistad de otro grande como Lope de Vega, cuya hija moraba entre aquellos muros. El éxito de sus comedias le granjeó el favor del monarca Felipe IV, quien le encargó numerosas obras para los teatros de la Corte, como El mayor encanto, amor, que inauguró el Coliseo del Palacio del Buen Retiro en 1635. Fueron años de gran prestigio, con obras como La dama duende y El príncipe constante (1629), Casa con dos puertas mala es de guardar (1632), El médico de su honra (1635), La vida es sueño (1636), No hay burlas con el amor y El mágico prodigioso (1637) o El alcalde de Zalamea (1640). En 1651 se ordenó sacerdote y dos años después obtuvo la capellanía de la catedral de Toledo. Continuó escribiendo dramas y comedias, pero las obras sacramentales ocuparon un lugar preponderante en su producción desde entonces, como es el caso de El gran teatro del mundo (1655). El rey le impuso el hábito de Santiago y le nombró su capellán personal. Tuvo una larga vida que se apagó el 25 de mayo de 1681 en la ciudad que lo vio nacer.

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