¿Y puede ser este solar mendigo, lleno de calles harapientas, la plaza en la que estuvo el banco aquel, en el que al hogar de ahora el amor puso la primera piedra? El banco ya no existe. Nadie más que nosotros todavía verlo podrá, ociosamente echado a la sombra o al sol, junto a unas casas que en familia vivían sus colores. Parecía de todos aquel banco, que no tuviese soledad ni mundos de silencio interior; pero a nosotros siempre nos protegía, recordando que fue árbol con nidos y que tuvo también su juventud de ramas verdes. Y de aquel banco público, huésped de una placita que el mar rumoreaba, íntimo como un surco, feliz como una ceja, levantábase el bosque de nuestras confidencias, un enjambre de economías y proyectos, tu ajuar de novia, pájaros en la voz, el hormiguero de los días con su brizna de miel entre las alas y con su luz amarga en ocasiones. El banco aquel, una ilusión flotante, dejaba de ser nube, tocaba tierra firme al ponernos de pie para marcharnos, color la tarde de tus ojos. Ya el banco no está allí. La plaza misma está cayendo a golpes de piqueta, la abatirá la lanza de una calle y no tendrá una cruz que la recuerde. Pero él sigue anidándonos y acoge nuestros brazos de hoy en su espejo de antes, proyectada su sombra en nuestros hijos. Fieles a su amistad, no lo olvidamos nosotros y la mar, cuyos rumores ni podrán arrancarlos de la sangre ni serán derribados por barrenos. ¡Pobre banquito nuestro! Ojalá que te hubieran enterrado en la canción de cuna de las aguas, tendido entre las olas, desplegadas las velas del recuerdo. Y así a ti mismo fiel continuarías peregrinando nubes y horizontes en tu vaivén de tabla enamorada.
¿Y puede ser este solar mendigo, lleno de calles harapientas, la plaza en la que estuvo el banco aquel, en el que al hogar de ahora el amor puso la primera piedra? El banco ya no existe. Nadie más que nosotros todavía