El coche simón, de Ramón de Mesonero Romanos | Poema

    Poema en español
    El coche simón

    Hay en Madrid un simón 
    Que se alquila... no sé dónde, 
    Y tiene más aventuras 
    Que Gil Blas o don Quijote. 
    Su figura es de caldera, 
    Verde y negro sus colores, 
    No tiene muelles de Ce, 
    Ni persianas ni faroles; 
    Ni menos en sus costados 
    Se ostentan empresas nobles, 
    Ni guarnecido pescante 
    Con dobles cifras de bronce. 
    Modesto en su sencillez, 
    Holgado en sus dimensiones, 
    Tan cerca está de cajón 
    Como distante de coche; 
    Y a no ser por cuatro ruedas, 
    Que se mueven, si no corren, 
    Tomáranle por sepulcro 
    O babilónica torre. 
    Arrastran con harta pena 
    Esta máquina deforme 
    Dos mulas que fueron bravas 
    En mil ochocientos doce. 
    De la historia de estas mulas 
    Pudiera decir primores; 
    Mas dejarelo esta vez 
    Para contar la del coche. 
    Fue primero de un marqués 
    Que vino de no sé dónde, 
    A pretender... ¡feliz siglo! 
    Una venera en la corte. 
    Esto prueba que las cruces 
    Tan caras eran entonces 
    Como baratas se dan 
    En estos tiempos que corren. 
    Llegado que hubo a Madrid, 
    Quiso ostentar sus doblones; 
    Que no hay, para pretender 
    Como pretender en coche. 
    Y a falta de los talleres 
    De Bruselas o de Londres, 
    Un ambulante artificio 
    Buscó por toda la corte, 
    A tiempo que un gran maestro 
    (No le nombran los autores) 
    Daba el último barniz 
    Al recién nacido coche. 
    Sacole el Marqués de pila, 
    Luego sus armas le pone, 
    Campo de plata y dos zorras 
    Trepantes a un alcornoque. 
    Ufano con tal conquista, 
    Por las calles de la corte 
    Salió a lucir y ostentar 
    Su bolsa y prosapia nobles. 
    ¡Cielos, a cuántas envidias, 
    A qué ingratos sinsabores 
    Dio lugar la tal carroza 
    En nuestro Prado de entonces! 
    ¿Quién dirá las aventuras, 
    Las intrigas, los honores 
    Que valieron al marqués 
    Estos cuatro tablajones? 
    Por ellos venció a las diosas, 
    Por ellos mandó a los hombres, 
    Por ellos adquirió gota, 
    Ciencia, orgullo y acreedores; 
    Hasta que en ellos cruzado, 
    Y entre estolas y blandones, 
    Le llevaron a enterrar, 
    Y pasó al concurso el coche. 
    - II - 
    En virtud de providencia 
    Del señor D. Juan Quirós, 
    De esta coronada villa 
    Teniente corregidor; 
    En los autos del concurso 
    Del marqués de... que finó 
    Por óbito abintestato 
    Y han radicado ante nos 
    El infrascrito escribano, 
    Que firma esta relación, 
    Ordena su señoría 
    Que por cuanto el acreedor 
    Ha probado su derecho 
    Y la hipotecaria acción 
    Que tiene por mil ducados 
    Al coche que aquél dejó, 
    Se le endone y adjudique, 
    En íntegra posesión 
    La referida carroza 
    Tasada en igual valor. 
    Mandolo su señoría 
    En Madrid, y lo firmó 
    A veinte y cuatro de agosto 
    De mil ochocientos dos. 
    Ya tenemos a mi coche 
    Con nuevo dueño y señor, 
    Un viejo capitalista 
    Bien cuidado y solterón, 
    Que en las campañas de Venus 
    Altos lauros alcanzó; 
    Azote de los maridos, 
    De las mujeres patrón. 
    Dedicaba por entonces 
    Su sexagenario amor 
    A una viuda de cuarenta, 
    Doña Tecla de Albornoz, 
    Bella tinaja con piernas, 
    Hermoso guardacantón. 
    ¿Qué don pudiera ofrecerla 
    Un apasionado amor 
    Como una máquina amiga, 
    Que a influjo de bestias dos 
    Imprimiese movimiento 
    A volumen tan atroz? 
    No sabré decir el cómo; 
    Pero ello se celebró 
    Cuádruple alianza entre aquéllas, 
    La señora y el señor. 
    Y riéndose del mundo, 
    Libres de vientos y sol, 
    Vivieron encadenados 
    En íntima relación, 
    Como una parte del coche, 
    Como en su celda el castor, 
    El gusano en su capullo, 
    O en su concha el caracol. 
    La muerte que se complace 
    En destruir con furor 
    Todas las dichas del hombre, 
    Por este tiempo alcanzó 
    A aquella dulce pareja, 
    Y... ¡cielos, en qué ocasión! 
    Cuando no cabiendo ya 
    Dentro del coche su ardor, 
    Acababan de adornarle 
    Con emblemas de pasión; 
    Dos corazones flechados, 
    Y riéndose el Amor. 
    -¡Jesús! qué extraños emblemas; 
    Llámenme pronto a un pintor 
    Que borre esas herejías 
    Y ponga el santo cordón, 
    El báculo y el capelo, 
    Y la cruz del Redentor. - 
    Esto decía el obispo 
    Que aquel coche remató, 
    E hisopo y agua bendita 
    Aplicaba al interior 
    Para purgar los pecados 
    Que supuso con razón. 
    Ya que fue purificado, 
    El muy ilustre señor, 
    Subió con sus familiares 
    A tomar la posesión. 
    ¡Qué vida la que mi coche 
    Por aquel tiempo pasó! 
    Ni un capellán de las Huelgas 
    Puede contarla mejor. 
    Una novena a San Gil, 
    Y luego a tomar el sol 
    Al paseo de la Ronda 
    O al camino de Alcorcón; 
    O un viajecito hasta Atocha 
    A visitar al prior, 
    Y luego volverse a casa 
    Al toque de la oración. 
    ¡Qué vida! vuelvo a decir; 
    Pero aquel tiempo pasó, 
    Y vino otro de cuidados, 
    De sustos y agitación. 
    Un ministro... ¡ay que no es nada! 
    Al obispo sucedió 
    De aquel histórico coche 
    En la grata posesión. 
    Nuevo impulso y movimiento 
    A sus ejes imprimió, 
    Que estaban entumecidos 
    Por el reposo anterior. 
    De Palacio al Ministerio, 
    Desde el Consejo al salón, 
    Desde la Audiencia al teatro, 
    Desde el dominio al favor. 
    ¡Pobre coche, qué agitado 
    Por el mar de la ambición 
    Caminas a todos vientos, 
    Tras un fantástico honor! 
    ¡Qué se hiciera aquel reposo 
    Que un día te permitió 
    Saborear de la existencia 
    El progreso bienhechor? 
    ¿Qué, mísero, has alcanzado 
    En premio de tu ambición, 
    Sino llegar más aprisa 
    Al término del favor? 
    Que mucho brillas, me dices, 
    Que escuchas de tu patrón 
    Altos secretos de Estado, 
    Reservados a los dos. 
    Que todos te reverencian, 
    Como a tan alto señor, 
    Y escuchas del que suplica 
    En torno tuyo la voz. 
    ¡Ay cuitado! ¿no reparas 
    En el cielo del favor, 
    Miserable nubecilla 
    Que ve con desprecio el sol? 
    Pues mírala cuál, creciendo, 
    El firmamento ocupó, 
    Y roba al astro del día 
    Su fúlgido resplandor. 
    Y mira al mortal gusano 
    Que a su lumbre se ensalzó, 
    Cuál vacila, tiembla, y cae 
    De la tormenta al furor. 
    ¡Pobre coche! tu menguada 
    Nulidad te defendió, 
    Quedando para testigo 
    De tu infamia y tu baldón; 
    Y vino un hombre sin nombre, 
    Que tus favores vendió, 
    Y en pago a tus demasías 
    Y ridícula ambición, 
    Riéndose a un pueblo entero 
    Por escarnio te entregó, 
    Para que puedas decir 
    En sentida exclamación: 
    ¡Aprended, coches, de mí, 
    Lo que va de ayer a hoy! 
    - III - 
    De un anchuroso corral 
    Sobre la menguada puerta 
    Que asienta en el interior 
    De una sucia callejuela, 
    En letras greco-romanas 
    Y ortografía caldea, 
    Dice: «Aquí se alquilan coches» 
    Una envejecida muestra. 
    Yacen en el interior, 
    Sin guardas y a la inclemencia 
    Cien carrozas, que otro tiempo 
    Ornaron la corte regia. 
    Y ora tristes, abatidas 
    Por el tiempo y la miseria, 
    En un lupanar de coches 
    Lloran su pública afrenta. 
    Míranse en él confundidos, 
    Sin jerarquía y sin regla, 
    Cien románticas carrozas, 
    Cien clásicas diligencias. 
    Allí el almagrado coche 
    Que arrastraron seis colleras, 
    Está llorando festines 
    Y soñando en la Alameda. 
    Allí el bombé vacilante, 
    Que dejó el doctor Postema, 
    Reza y murmura aforismos 
    Y latines de receta. 
    Mas allá hay una berlina 
    Con cifras y otros emblemas, 
    De uno que fue al hospital 
    Sin zapatos ni calcetas. 
    Aquí un sucio faetón, 
    Allí una gran carretela, 
    Que fue premio en otro tiempo 
    De una virtud de Lucrecia. 
    Y agrupadas a un rincón 
    Se miran cuatro calesas, 
    Que a queso y a vino puro 
    Trascienden a media legua. 
    En tan sucia compañía, 
    Y en situación tan adversa, 
    Un coche también... ¡Dios mío! 
    (Casi no acierta la lengua) 
    Un coche... ¿si será él? 
    Un coche... sí, el mismo era, 
    El del Marqués, del Obispo 
    Del Ministro y doña Tecla. 
    ¡Ay! quién fuera Garcilaso 
    Para exclamar: «Dulces Prendas, 
    Aquí por mi mal halladas», 
    Con lo demás que se deja. 
    ¿Y habrá después, ¡oh fortuna! 
    Quien fíe en tu faz risueña, 
    Y no te vuelva la espalda 
    Antes que tú se la vuelvas? 
    Mas tornemos a mi coche 
    Y dejemos las sentencias, 
    Que dicen bien en un libro, 
    Con tal de que no se lean. 
    En hábito verdinegro, 
    Como ya descrito queda, 
    Ha trasformado sus galas, 
    Sus timbres y sus preseas; 
    Y los caballos normandos 
    En dos mulas peli-negras, 
    Que corrieron ha veinte años, 
    A todas las ferias manchegas. 
    Piloto de aquel timón, 
    Sentado en su delantera, 
    Un infanzón de Cantabria 
    Tiene en sus manos las riendas. 
    Un capote franciscano 
    Su tosca persona encierra, 
    Y un sombrero desalado 
    Metido hasta las orejas. 
    Cantando está a media voz, 
    Mientras que las ocho suenan, 
    Las glorias de Covadonga 
    Por el son de la muñeira; 
    Y en tanto las pobres mulas 
    Pensando están en qué piensan, 
    Y de este pienso mental 
    Se sostienen y alimentan. 
    Otro animal de dos pies, 
    Como el que en la proa asienta, 
    Sube con pena a la popa 
    Y a los tirantes se cuelga. 
    Con que la tripulación 
    Queda del todo completa, 
    Dos mulas y dos rocines, 
    Y sumadas, cuatro bestias. 
    Las ocho suena el reloj, 
    Se abre del corral la puerta, 
    Y en oblicuo movimiento, 
    Y en marcha angustiosa y lenta, 
    Tiran torcidas las mulas 
    A impulsos de la correa, 
    Y anunciando un fin cercano 
    Crujen girando las ruedas. 
    Por las calles de la corte, 
    Y a riesgo de las aceras, 
    La máquina informe arrastra, 
    Dando a quien la mira pena; 
    Y entre silbos y reniegos, 
    En menos de una hora llega 
    A la puerta del letrado 
    Que va a charlar a la Audiencia. 
    Embarca en él su persona 
    Medio cura y medio enferma, 
    Y saca las doctas mangas 
    Por entrambas portezuelas 
    Luego que llega al Consejo, 
    Mientras su derecho alega, 
    Cochero y mozo liquidan 
    La propina en la taberna; 
    Con que añaden a su celo 
    De Yepes azumbre y media, 
    Para hacer más llevadero 
    El trabajo de la vuelta. 
    Después del pleito a visitas 
    Con la letrada y su suegra, 
    Cinco chiquillos y una ama, 
    Dos pasantes y una perra. 
    Vuelta después al corral; 
    Ya don Timoteo espera 
    Para ir a misa de dos 
    Del Buen Suceso a la... puerta. 
    La misa ya se ha acabado; 
    Más por cuanto la Marquesa, 
    Al ver a don Timoteo, 
    Se siente un poco indispuesta. 
    Él, a fuer de hombre gentil, 
    La ofrece su carretela, 
    Y a fin de tomar el aire, 
    Van camino de la Venta. 
    En vano el pobre Simón 
    Les grita que den la vuelta, 
    Que hace falta en un bautizo 
    Antes de las cuatro y media. 
    Suéltanle a las cinco, en fin, 
    Toma el paso a media rienda, 
    Y en casa de la parida 
    A oír maldiciones llega. 
    Suben en él la madrina, 
    El padrino, la pasiega, 
    Los hermanos, el autor, 
    Y el chico con falda nueva. 
    Cien pillos de todo el barrio, 
    Que ha vomitado una escuela 
    Van corriendo tras el coche; 
    Ya suben a la trasera; 
    Ya trepan a los estribos; 
    Ya se agarran de las ruedas; 
    Ya gritan: «Señor padrino, 
    ¿cuándo baja la moneda?» 
    Ya hacen gestos al Simón; 
    Ya al lacayo desesperan, 
    Apoyando sus razones 
    En alguna que otra piedra. 
    En tal día, es de cajón, 
    Ya la gente a la comedia, 
    Y el coche hasta media noche 
    Embargan y saborean. 
    Y en tanto las tristes mulas 
    Guardando siempre la dieta, 
    Y cuando dan vuelta a casa 
    Hasta en su sombra tropiezan. 
    Otro día... pero ¿acaso 
    Pretendo que sea eterna 
    Esta triste relación, 
    Y que en crónica se vuelva? 
    ¿No ha de acabarse jamás? 
    Ni ¿cómo narrar pudiera 
    Uno a uno los sucesos 
    Que en sus páginas encierra? 
    Baste decir que en enero 
    Hay un San Antón, y hay vueltas; 
    Que hay máscaras en febrero, 
    Y en marzo hay Pepes y Pepas. 
    Que abril encierra una Pascua; 
    Mayo a San Isidro fiesta; 
    Junio noche de San Juan, 
    Con fandango y con vihuelas; 
    Julio ostenta de sus toros 
    Las entretenidas fiestas, 
    Y en agosto Manzanares 
    Brinda con húmeda arena. 
    Viene setiembre después, 
    Con sus históricas ferias, 
    Y sus fiestas de Pozuelo, 
    Carabanchel y Vallecas. 
    Y octubre empieza a mostrar 
    Sus fríos y calles puercas; 
    Y noviembre sus difuntos, 
    Diciembre su Noche-buena. 
    Y en todos meses del año 
    Hay cortejos y hay cortejas, 
    Y hay revistas, besamanos, 
    Y hay visitas, y audiencias; 
    Y hay tontas, a quien se engaña 
    Con una máquina de éstas, 
    Y hay jugadores que ganan, 
    Y hay empleados que medran, 
    Y hay indianos de Sanlúcar 
    Y hay sin condados condesas, 
    Y hay nobleza que ostentar, 
    Y hay que encubrir la miseria. 
    De todos estos primores 
    Puede este coche dar cuenta; 
    Más por desgracia no sabe, 
    Porque carece de lengua. 
    Yo, viéndole sordo-mudo, 
    En descargo de su pena, 
    Quise atreverme a formar 
    (Puesto que no soy poeta) 
    En estos clásicos versos 
    Esta clásica leyenda, 
    A riesgo de que el lector 
    Clásicamente se duerma. 

    (Octubre de 1837)